Examinadlo todo; retened lo bueno. Absteneos de toda forma de mal.
1 Tesalonicenses 5: 21-22
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En estos tiempos difíciles y finales por los que está atravesando el cristianismo y el mundo todo, creemos conveniente pensar y meditar en el texto bíblico en relación a nuestra fe y práctica de fe. ¿Son acaso cuestiones distintas la fe y la práctica de fe? Creemos que de alguna forma de esto se trata la presente nota.
La Palabra de Dios dice: Romanos 13:7 Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra.
De alguna manera queremos poner en práctica este versículo presentando en esta entrada un cuestionario de una página llamada: La alternativa de Bonhoeffer, Conociendo el pensamiento de Dietrich Bonhoeffer a través de un cuestionario
Creemos útil esto ya que ser cristiano no significa de ningún modo renunciar a pensar, meditar y decidir la fe.
La alternativa de Bonhoeffer
Fuente: Conociendo el pensamiento de Dietrich Bonhoeffer a través de un cuestionario
Esta página tiene por finalidad dar a conocer ―de manera sencilla, amena y directa― algunos aspectos característicos del pensamiento del teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer (1906-1945).
Para ello se ha elaborado un hipotético cuestionario con 35 preguntas o afirmaciones, frente a las cuales se presentará la postura de este teólogo. Cada pregunta o afirmación contendrá diferentes alternativas de respuesta o de sentencia, respectivamente, pero sólo una de ellas reflejará el pensamiento de Bonhoeffer. Esta alternativa «bonhoefferiana» está respaldada por alguno de sus escritos, el cual será expuesto al final de cada pregunta.
Por motivos pedagógicos se recomienda primero elegir personalmente una alternativa antes de descubrirla con la lectura del respectivo texto.
Estos textos pueden no ser idénticos a las traducciones de las editoriales mencionadas, ya que se han hecho algunas correcciones con base en los originales alemanes. La correlación página-texto puede no coincidir con las nuevas ediciones de estas editoriales. Los paréntesis cuadrados contienen añadidos propios de esta edición personal o puntos suspensivos para señalar las respectivas omisiones.
Wilfred Faber
LA ALTERNATIVA DE BONHOEFFER
Conociendo el pensamiento de Dietrich Bonhoeffer
a través de un cuestionario
En estos tiempos difíciles y finales por los que está atravesando el cristianismo y el mundo todo, creemos conveniente pensar y meditar en el texto bíblico en relación a nuestra fe y práctica de fe. ¿Son acaso cuestiones distintas la fe y la práctica de fe? Creemos que de alguna forma de esto se trata la presente nota.
La Palabra de Dios dice: Romanos 13:7 Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra.
De alguna manera queremos poner en práctica este versículo presentando en esta entrada un cuestionario de una página llamada: La alternativa de Bonhoeffer, Conociendo el pensamiento de Dietrich Bonhoeffer a través de un cuestionario
Creemos útil esto ya que ser cristiano no significa de ningún modo renunciar a pensar, meditar y decidir la fe.
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Fuente: Conociendo el pensamiento de Dietrich Bonhoeffer a través de un cuestionario
Esta página tiene por finalidad dar a conocer ―de manera sencilla, amena y directa― algunos aspectos característicos del pensamiento del teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer (1906-1945).
Para ello se ha elaborado un hipotético cuestionario con 35 preguntas o afirmaciones, frente a las cuales se presentará la postura de este teólogo. Cada pregunta o afirmación contendrá diferentes alternativas de respuesta o de sentencia, respectivamente, pero sólo una de ellas reflejará el pensamiento de Bonhoeffer. Esta alternativa «bonhoefferiana» está respaldada por alguno de sus escritos, el cual será expuesto al final de cada pregunta.
Por motivos pedagógicos se recomienda primero elegir personalmente una alternativa antes de descubrirla con la lectura del respectivo texto.
Estos textos pueden no ser idénticos a las traducciones de las editoriales mencionadas, ya que se han hecho algunas correcciones con base en los originales alemanes. La correlación página-texto puede no coincidir con las nuevas ediciones de estas editoriales. Los paréntesis cuadrados contienen añadidos propios de esta edición personal o puntos suspensivos para señalar las respectivas omisiones.
Wilfred Faber
LA ALTERNATIVA DE BONHOEFFER
Conociendo el pensamiento de Dietrich Bonhoeffer
a través de un cuestionario
1.) ¿Me está permitido desear una comunión directa con mi prójimo para poder ayudarle?
a) Sí
b) No
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Entre mi prójimo y yo está Cristo. Por eso no me está permitido desear una comunión directa con mi prójimo. Únicamente Cristo puede ayudarle, como únicamente Cristo ha podido ayudarme a mí. Esto significa que debo renunciar a mis intentos apasionados de manipular, forzar o dominar a mi prójimo. Mi prójimo quiere ser amado tal y como es, independientemente de mí, es decir, como aquel por quien Cristo se hizo hombre, murió y resucitó; a quien Cristo perdonó y destinó a la vida eterna. En vista de que, antes de toda intervención por mi parte, Cristo ha actuado decisivamente en él, debo dejar libre a mi prójimo para Cristo, a quien pertenece, y cuya voluntad es que yo lo reconozca así. Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que no podemos encontrar al prójimo sino a través de Cristo. El amor psíquico crea su propia imagen del prójimo, de lo que es y de lo que debe ser; quiere manipular su vida. El amor espiritual, en cambio, parte de Cristo para conocer la verdadera imagen del hombre; la imagen que Cristo ha acuñado y quiere acuñar.
Por eso el amor espiritual se caracteriza, en todo lo que dice y hace, por su preocupación de situar al prójimo delante de Cristo. No busca actuar sobre la emotividad del otro a través de acciones demasiado personales y directas; renunciará a introducirse indiscretamente en la vida del otro, y no se complacerá en manifestaciones sentimentales y exaltaciones piadosas. Se contentará con dirigirse al prójimo con la palabra transparente de Dios, dispuesto a dejarle a solas con ella para que Cristo pueda actuar sobre él con entera libertad. Respetará la frontera interpuesta por Cristo entre nosotros, y encontrará la plena comunión con él en Cristo, el único que nos relaciona y une. Así hablará más con Cristo del hermano, que con el hermano de Cristo. […]
El amor psíquico esclaviza, encadena y paraliza al hombre; el amor espiritual le hace libre bajo la autoridad de la palabra. El uno cultiva flores de invernadero; el otro produce frutos saludables que crecen, por voluntad de Dios, en libertad bajo el cielo, expuestos a la lluvia, al sol y al viento.
(«Vida en Comunidad», pág. 31-33, Ediciones Sígueme)
2.) El primer servicio que uno debe a otro dentro de la comunidad consiste en hablarle de Dios, de la palabra de Dios y de lo que Dios ha hecho en la vida de uno.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
El primer servicio que uno debe a otro dentro de la comunidad consiste en escucharlo. Así como el comienzo de nuestro amor por Dios consiste en escuchar su palabra, así también el comienzo del amor al prójimo consiste en escucharlo. El amor que Dios nos tiene se manifiesta no solamente en que nos da su palabra, sino también en que nos escucha. Escuchar a nuestro hermano es, por tanto, hacer con él lo que Dios ha hecho con nosotros. Ciertos cristianos, y en especial los predicadores, creen a menudo que, cada vez que se encuentran con otros hombres, su único servicio consiste en «ofrecerles» algo. Se olvidan de que el saber escuchar puede ser más útil que el hablar. Mucha gente busca a alguien que les escuche y no lo encuentran entre los cristianos, porque éstos se ponen a hablar incluso cuando deberían escuchar. Ahora bien, aquel que ya no sabe escuchar a sus hermanos, pronto será incapaz de escuchar a Dios, porque también ante Dios no hará otra cosa que hablar.
(«Vida en Comunidad», pág. 103-104, Ediciones Sígueme)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
El primer servicio que uno debe a otro dentro de la comunidad consiste en escucharlo. Así como el comienzo de nuestro amor por Dios consiste en escuchar su palabra, así también el comienzo del amor al prójimo consiste en escucharlo. El amor que Dios nos tiene se manifiesta no solamente en que nos da su palabra, sino también en que nos escucha. Escuchar a nuestro hermano es, por tanto, hacer con él lo que Dios ha hecho con nosotros. Ciertos cristianos, y en especial los predicadores, creen a menudo que, cada vez que se encuentran con otros hombres, su único servicio consiste en «ofrecerles» algo. Se olvidan de que el saber escuchar puede ser más útil que el hablar. Mucha gente busca a alguien que les escuche y no lo encuentran entre los cristianos, porque éstos se ponen a hablar incluso cuando deberían escuchar. Ahora bien, aquel que ya no sabe escuchar a sus hermanos, pronto será incapaz de escuchar a Dios, porque también ante Dios no hará otra cosa que hablar.
(«Vida en Comunidad», pág. 103-104, Ediciones Sígueme)
3.) ¿Qué debe hacer la Iglesia frente a los pecados que se cometen en ella?
a) Juzgarlos
b) Soportarlos
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Porque Cristo nos soportó y aceptó como pecadores, nosotros podemos soportar y aceptar a los pecadores en su Iglesia, fundada sobre el perdón de los pecados. Ya no necesitamos juzgar los pecados de los otros, sino que se nos concede el poder soportarlos. Esto es una gracia, pues ¿cuál es el pecado que se comete en la comunidad que no nos obligue a examinarnos y a juzgarnos a nosotros mismos de nuestra falta de perseverancia en la oración y en la intercesión, de nuestra negligencia en el servicio, amonestación y consuelo a nuestros hermanos, en una palabra, de todo el mal que hemos hecho a la comunidad, a nuestro prójimo y a nosotros mismos, por nuestro pecado y nuestra indisciplina personal? Todo pecado personal es una carga y una acusación que pesa sobre toda la comunidad, por eso la Iglesia se alegra en cada nuevo dolor, en cada nueva carga que soporta por el pecado de sus miembros, porque se sabe juzgada digna de llevar y perdonar los pecados. «Mira, tú soporta a todos, como ellos también te soportan a ti; todas las cosas, buenas o malas, nos son comunes a todos» (Lutero).
(«Vida en Comunidad», pág. 110, Ediciones Sígueme)
a) Juzgarlos
b) Soportarlos
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Porque Cristo nos soportó y aceptó como pecadores, nosotros podemos soportar y aceptar a los pecadores en su Iglesia, fundada sobre el perdón de los pecados. Ya no necesitamos juzgar los pecados de los otros, sino que se nos concede el poder soportarlos. Esto es una gracia, pues ¿cuál es el pecado que se comete en la comunidad que no nos obligue a examinarnos y a juzgarnos a nosotros mismos de nuestra falta de perseverancia en la oración y en la intercesión, de nuestra negligencia en el servicio, amonestación y consuelo a nuestros hermanos, en una palabra, de todo el mal que hemos hecho a la comunidad, a nuestro prójimo y a nosotros mismos, por nuestro pecado y nuestra indisciplina personal? Todo pecado personal es una carga y una acusación que pesa sobre toda la comunidad, por eso la Iglesia se alegra en cada nuevo dolor, en cada nueva carga que soporta por el pecado de sus miembros, porque se sabe juzgada digna de llevar y perdonar los pecados. «Mira, tú soporta a todos, como ellos también te soportan a ti; todas las cosas, buenas o malas, nos son comunes a todos» (Lutero).
(«Vida en Comunidad», pág. 110, Ediciones Sígueme)
4.) La autoridad en la comunidad debe provenir de personalidades espirituales dotadas de:
a) Brillantes cualidades.
b) Talento excepcional.
c) Fuerte encanto.
d) Todas las anteriores.
e) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
«El que de vosotros quiera ser el primero, sea siervo de todos» (Mt 10,43). Jesús ha unido así la autoridad en la comunidad al servicio fraterno. No existe verdadera autoridad espiritual sino en el servicio de escuchar, ayudar, soportar a los otros y anunciarles la palabra de Dios. En la comunidad no existe lugar alguno para el culto a la personalidad, por muy importantes que sean las cualidades y dones naturales que la adornen; es totalmente profano y envenena la comunidad. El anhelo -tan difundido en nuestros días- de tener «figuras episcopales», «hombres sacerdotales», «fuertes personalidades» dimana con frecuencia de la enfermiza necesidad de admirar a los hombres y tener una autoridad humana visible, ya que se considera demasiado humilde la del servicio. Nada contradice este anhelo más vigorosamente que el Nuevo Testamento en su descripción del obispo (1 Tim 3, 15). Nada encontramos ahí sobre personalidades espirituales dotadas de brillantes cualidades, de talento excepcional, de fuerte encanto. El obispo es el hombre sencillo, sano, fiel en la fe y en la vida, que ejerce rectamente su ministerio. Toda su autoridad reside en su servicio. Nada hay de extraordinario en el hombre como tal. […]
Porque la verdadera autoridad sabe que no puede subsistir más que estando al servicio del único que la posee. Se sabe unida totalmente a la palabra de Jesús: «Uno solo es vuestro maestro, Cristo, y todos vosotros sois hermanos» (Mt 23, 8). La comunidad no necesita de personalidades brillantes sino de fieles servidores de Jesucristo y de sus hermanos: y no está falta de los primeros, sino de los segundos. […] El problema de la confianza espiritual que tan estrecha relación guarda con el problema de la autoridad, encuentra su solución en la fidelidad con que el hombre se pone al servicio de Jesucristo, pero jamás en los dones extraordinarios de que dispone.
Autoridad pastoral sólo podrá hallarla aquel servidor de Jesús que no busca su propia autoridad; aquel que, sometido a la autoridad de la palabra de Dios, es un hermano entre los hermanos.
(«Vida en Comunidad», pág. 116-118, Ediciones Sígueme)
5.) Siempre es mejor confesar nuestros pecados a Dios que a nuestros hermanos.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
«Confesaos mutuamente vuestros pecados» (Sant 5, 16). Quedarse a solas con el propio mal es quedarse completamente solo. Y puede ser que, a pesar del culto en común, la oración en común y la comunión en el servicio, haya cristianos que permanezcan solos, sin llegar a formar realmente comunidad. ¿Por qué? Porque si bien están dispuestos a formar parte de una comunidad de creyentes, de gente piadosa, no lo están para formar una comunidad de impíos y pecadores. La comunidad piadosa, en efecto, no permite a nadie ser pecador. Por esta razón cada uno se ve obligado a ocultar su pecado a sí mismo y a la comunidad. No nos está permitido ser pecadores, y muchos cristianos se horrorizarían si de pronto descubriesen entre ellos un auténtico pecador. Por eso optamos por quedarnos solos con nuestro pecado, a costa de vivir en mentira e hipocresía; porque, aunque nos cueste reconocerlo, somos efectivamente pecadores. […]
«A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos» (Jn 20, 23). Por esta promesa Cristo nos ha dado la comunidad, y con ella al hermano, como un medio de gracia. El hermano ocupa desde entonces el lugar de Cristo. Ya no necesito, por tanto, fingir ante él. Puedo ser ante él el pecador que efectivamente soy porque aquí reinan la verdad de Jesucristo y su misericordia. Cristo se hizo nuestro hermano para socorrernos, y desde entonces, a través de él, nuestro hermano se convierte para nosotros en Cristo, con toda la autoridad de su encargo. El hermano está ante nosotros como signo de la verdad y de la gracia de Dios. Nos es dado como ayuda. Escucha nuestra confesión en lugar de Cristo y guarda, como Dios mismo, el secreto de nuestra confesión. Por eso cuando me dirijo a mi hermano para confesarme, me dirijo al mismo Dios. […]
La confesión ante el hermano es una terrible humillación: duele, humilla y abate nuestro orgullo. Presentarse ante el hermano como un pecador produce una vergüenza casi insoportable. Porque en nuestra confesión de culpabilidad sobre pecados concretos, nuestro prójimo puede asistir a la muerte dolorosa de nuestro hombre viejo. Este acto de humillación ante un tercero es tan difícil que siempre desearíamos evitarlo. […] Cristo no tuvo vergüenza de ser crucificado por nosotros como un malhechor; y es precisamente nuestra comunión con él la que nos conduce a sufrir esta muerte horrible de la confesión, a fin de que participemos realmente de su cruz. La cruz de Cristo aniquila todo orgullo. Sin embargo no podemos acceder a ella mientras tengamos miedo de ver morir públicamente, como en el Gólgota, nuestro hombre viejo, y nos avergoncemos de pasar por esta muerte poco gloriosa del pecador en la confesión. […]
La confesión hace posible el acceso a la certeza. ¿De dónde viene entonces que nos sea más fácil confesar nuestros pecados a Dios que a nuestros hermanos? ¿No es Dios santo y sin pecado, juez justo del mal y enemigo de toda desobediencia? Nuestros hermanos, en cambio, son pecadores como nosotros y conocen por experiencia la realidad íntima y tenebrosa del mal, ¿no debería sernos más fácil acercarnos a ellos que a Dios? Si esto no ocurre así, debemos preguntarnos si no nos habremos engañado con frecuencia al confesar nuestros pecados a Dios; si no nos habremos confesado nuestros pecados a nosotros mismos, y si no nos los habremos perdonado también nosotros mismos. […]
¿Quién nos dará, entonces, la certeza de que la confesión y el perdón de nuestros pecados no ha sido cosa nuestra, sino del Dios vivo? Esta certeza nos la da Dios por medio del hermano que recibe nuestra confesión. Nuestro hermano rompe el círculo de nuestro autoengaño.
(«Vida en Comunidad», pág. 119-121, 123-126, Ediciones Sígueme)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
«Confesaos mutuamente vuestros pecados» (Sant 5, 16). Quedarse a solas con el propio mal es quedarse completamente solo. Y puede ser que, a pesar del culto en común, la oración en común y la comunión en el servicio, haya cristianos que permanezcan solos, sin llegar a formar realmente comunidad. ¿Por qué? Porque si bien están dispuestos a formar parte de una comunidad de creyentes, de gente piadosa, no lo están para formar una comunidad de impíos y pecadores. La comunidad piadosa, en efecto, no permite a nadie ser pecador. Por esta razón cada uno se ve obligado a ocultar su pecado a sí mismo y a la comunidad. No nos está permitido ser pecadores, y muchos cristianos se horrorizarían si de pronto descubriesen entre ellos un auténtico pecador. Por eso optamos por quedarnos solos con nuestro pecado, a costa de vivir en mentira e hipocresía; porque, aunque nos cueste reconocerlo, somos efectivamente pecadores. […]
«A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos» (Jn 20, 23). Por esta promesa Cristo nos ha dado la comunidad, y con ella al hermano, como un medio de gracia. El hermano ocupa desde entonces el lugar de Cristo. Ya no necesito, por tanto, fingir ante él. Puedo ser ante él el pecador que efectivamente soy porque aquí reinan la verdad de Jesucristo y su misericordia. Cristo se hizo nuestro hermano para socorrernos, y desde entonces, a través de él, nuestro hermano se convierte para nosotros en Cristo, con toda la autoridad de su encargo. El hermano está ante nosotros como signo de la verdad y de la gracia de Dios. Nos es dado como ayuda. Escucha nuestra confesión en lugar de Cristo y guarda, como Dios mismo, el secreto de nuestra confesión. Por eso cuando me dirijo a mi hermano para confesarme, me dirijo al mismo Dios. […]
La confesión ante el hermano es una terrible humillación: duele, humilla y abate nuestro orgullo. Presentarse ante el hermano como un pecador produce una vergüenza casi insoportable. Porque en nuestra confesión de culpabilidad sobre pecados concretos, nuestro prójimo puede asistir a la muerte dolorosa de nuestro hombre viejo. Este acto de humillación ante un tercero es tan difícil que siempre desearíamos evitarlo. […] Cristo no tuvo vergüenza de ser crucificado por nosotros como un malhechor; y es precisamente nuestra comunión con él la que nos conduce a sufrir esta muerte horrible de la confesión, a fin de que participemos realmente de su cruz. La cruz de Cristo aniquila todo orgullo. Sin embargo no podemos acceder a ella mientras tengamos miedo de ver morir públicamente, como en el Gólgota, nuestro hombre viejo, y nos avergoncemos de pasar por esta muerte poco gloriosa del pecador en la confesión. […]
La confesión hace posible el acceso a la certeza. ¿De dónde viene entonces que nos sea más fácil confesar nuestros pecados a Dios que a nuestros hermanos? ¿No es Dios santo y sin pecado, juez justo del mal y enemigo de toda desobediencia? Nuestros hermanos, en cambio, son pecadores como nosotros y conocen por experiencia la realidad íntima y tenebrosa del mal, ¿no debería sernos más fácil acercarnos a ellos que a Dios? Si esto no ocurre así, debemos preguntarnos si no nos habremos engañado con frecuencia al confesar nuestros pecados a Dios; si no nos habremos confesado nuestros pecados a nosotros mismos, y si no nos los habremos perdonado también nosotros mismos. […]
¿Quién nos dará, entonces, la certeza de que la confesión y el perdón de nuestros pecados no ha sido cosa nuestra, sino del Dios vivo? Esta certeza nos la da Dios por medio del hermano que recibe nuestra confesión. Nuestro hermano rompe el círculo de nuestro autoengaño.
(«Vida en Comunidad», pág. 119-121, 123-126, Ediciones Sígueme)
6.) ¿Hay pecados ante los cuales el creyente puede espantarse?
a) Sí
b) No
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Para el creyente que vive bajo la cruz de Jesús y que ha reconocido en ella el abismo de impiedad del corazón humano y del propio corazón, ningún pecado puede serle ya extraño [desconocido, ajeno, causa de sorpresa]; quien se haya horrorizado una sola vez del propio pecado que crucificó a Jesús, ya no puede espantarse ante los pecados de los otros por muy graves que sean.
(«Vida en Comunidad», pág. 129, Ediciones Sígueme)
7.) La gracia de Dios no tiene costo para el hombre.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia. Hoy combatimos en favor de la gracia cara.
La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar, es el perdón malbaratado, el consuelo malbaratado, el sacramento malbaratado, es la gracia como despensa inagotable de la Iglesia, de donde ―con manos ligeras― es distribuida sin escrúpulos ni límites; es la gracia sin precio, que no cuesta nada. Porque se dice que, según la naturaleza misma de la gracia, la cuenta ha sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta cuenta ya ha sido pagada podemos tenerlo todo gratis. Los gastos cubiertos son infinitamente grandes y, por consiguiente, las posibilidades de utilización y de dilapidación son también infinitamente grandes. Por otra parte, ¿qué sería una gracia que no fuese gracia barata?
La gracia barata es la gracia como doctrina, como principio, como sistema, es el perdón de los pecados considerado como una verdad universal, es el amor de Dios interpretado como idea cristiana de Dios. Quien la afirma posee ya el perdón de sus pecados. La Iglesia de esta doctrina de la gracia participa ya de esta gracia por su misma doctrina. En esta Iglesia, el mundo encuentra un velo barato para cubrir sus pecados, de los que no se arrepiente y de los que no desea liberarse. Por esto, la gracia barata es la negación de la palabra viva de Dios, es la negación de la encarnación del Verbo de Dios.
La gracia barata es la justificación del pecado y no del pecador. Puesto que la gracia lo hace todo por sí sola, las cosas deben quedar como antes. [...] El cristiano no tiene que seguir a Jesucristo; le basta, con consolarse en esta gracia. Esta es la gracia barata como justificación del pecado, pero no del pecador arrepentido, del pecador que abandona su pecado y se convierte; no del perdón de los pecados que nos separa del pecado. La gracia barata es la gracia que tenemos por nosotros mismos.
La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica, la eucaristía sin confesión de los pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado.
La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga.
La gracia cara es el evangelio que siempre se debe buscar, es el don que se debe pedir, es la puerta a la que se debe llamar.
Es cara porque llama al seguimiento, es gracia porque llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia porque justifica al pecador. Sobre todo, la gracia es cara porque ha costado cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo ―«habéis sido adquiridos a gran precio»― y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nosotros.
(«El Precio de la Gracia / El Seguimiento», pág. 15-17, Ediciones Sígueme)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia. Hoy combatimos en favor de la gracia cara.
La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar, es el perdón malbaratado, el consuelo malbaratado, el sacramento malbaratado, es la gracia como despensa inagotable de la Iglesia, de donde ―con manos ligeras― es distribuida sin escrúpulos ni límites; es la gracia sin precio, que no cuesta nada. Porque se dice que, según la naturaleza misma de la gracia, la cuenta ha sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta cuenta ya ha sido pagada podemos tenerlo todo gratis. Los gastos cubiertos son infinitamente grandes y, por consiguiente, las posibilidades de utilización y de dilapidación son también infinitamente grandes. Por otra parte, ¿qué sería una gracia que no fuese gracia barata?
La gracia barata es la gracia como doctrina, como principio, como sistema, es el perdón de los pecados considerado como una verdad universal, es el amor de Dios interpretado como idea cristiana de Dios. Quien la afirma posee ya el perdón de sus pecados. La Iglesia de esta doctrina de la gracia participa ya de esta gracia por su misma doctrina. En esta Iglesia, el mundo encuentra un velo barato para cubrir sus pecados, de los que no se arrepiente y de los que no desea liberarse. Por esto, la gracia barata es la negación de la palabra viva de Dios, es la negación de la encarnación del Verbo de Dios.
La gracia barata es la justificación del pecado y no del pecador. Puesto que la gracia lo hace todo por sí sola, las cosas deben quedar como antes. [...] El cristiano no tiene que seguir a Jesucristo; le basta, con consolarse en esta gracia. Esta es la gracia barata como justificación del pecado, pero no del pecador arrepentido, del pecador que abandona su pecado y se convierte; no del perdón de los pecados que nos separa del pecado. La gracia barata es la gracia que tenemos por nosotros mismos.
La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica, la eucaristía sin confesión de los pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado.
La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga.
La gracia cara es el evangelio que siempre se debe buscar, es el don que se debe pedir, es la puerta a la que se debe llamar.
Es cara porque llama al seguimiento, es gracia porque llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia porque justifica al pecador. Sobre todo, la gracia es cara porque ha costado cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo ―«habéis sido adquiridos a gran precio»― y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nosotros.
(«El Precio de la Gracia / El Seguimiento», pág. 15-17, Ediciones Sígueme)
8.) ¿Cuál es el contenido del seguimiento de Cristo?
a) Es un programa de vida cuya realización está llena de sentido.
b) Es un fin, un ideal, hacia el que habría que tender.
c) Es una causa por la que, desde un punto de vista humano, merecería la pena comprometer algo, incluso la propia persona.
d) Es abandonar todo lo que se tiene para hacer algo especialmente valioso.
e) Todas las anteriores.
f) Ninguna de las anteriores.
a) Es un programa de vida cuya realización está llena de sentido.
b) Es un fin, un ideal, hacia el que habría que tender.
c) Es una causa por la que, desde un punto de vista humano, merecería la pena comprometer algo, incluso la propia persona.
d) Es abandonar todo lo que se tiene para hacer algo especialmente valioso.
e) Todas las anteriores.
f) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme.» Él se levantó y le siguió (Mc 2, 14).
[…] ¿Qué se nos dice sobre el contenido del seguimiento? Sígueme, ven detrás de mí. Esto es todo. Ir detrás de él es algo desprovisto de contenido. Realmente, no es un programa de vida cuya realización podría aparecer cargada de sentido, no es un fin, un ideal, hacia el que habría que tender. No es una causa por la que, desde un punto de vista humano, merecería la pena comprometer algo, incluso la propia persona.
¿Y qué pasa? El que ha sido llamado abandona todo lo que tiene, no para hacer algo especialmente valioso, sino simplemente a causa de la llamada porque, de lo contrario, no puede seguir a Jesús.
[…] Jesús es el único contenido. Al lado de Jesús no hay otro contenido. El mismo es el contenido.
[…] La llamada al seguimiento no tiene otro contenido que Jesucristo mismo, la vinculación a él, la comunión con él.
«El Precio de la Gracia / El Seguimiento», pág. 26-27, 41, Ediciones Sígueme)
9.) ¿Quién es mi prójimo?
a) Mi hermano según la carne.
b) Mi compatriota.
c) Mi hermano en la Iglesia.
d) Mi enemigo.
e) Todas las anteriores.
f) Una calificación del otro, diferente a las anteriores.
g) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Esta historia del joven rico tiene un paralelo exacto en el texto que introduce la parábola del buen samaritano.
Se levantó un legista, y dijo para ponerle a prueba: «Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?» Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.» Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y vivirás.» Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?» (Lc 10, 25-29).
[…] Pero, igual que ocurrió en el caso del joven rico, se produce la huida hacia el conflicto ético: «¿Quién es mi prójimo?» Esta pregunta del legista tentador se ha repetido numerosas veces después de él, de buena fe e inocentemente; goza del prestigio típico de una pregunta razonable propuesta por un hombre que busca la verdad. Pero no se ha leído bien el contexto. Toda la historia del buen samaritano es la oposición a esta pregunta y la destrucción de la misma, por ser una pregunta satánica. Es una pregunta sin fin, sin respuesta. Nace «del entendimiento cegado por el orgullo, privado de la verdad», «que padece la enfermedad de las disputas y contiendas de palabras, de donde proceden las envidias, discordias, maledicencias, sospechas malignas, discusiones sin fin» (1 Tim 6, 4 s.). Es la pregunta propuesta por los orgullosos que «siempre están aprendiendo y no son capaces de llegar al pleno conocimiento de la verdad», «que tendrán la apariencia de piedad, pero desmentirán su eficacia» (2 Tim 3, 5 s.). Son incapaces de creer; preguntan de esta forma porque «tienen marcada a fuego la propia conciencia» (1 Tim 4, 2), porque no quieren obedecer a la palabra de Dios.
¿Quién es mi prójimo? ¿Hay una respuesta que me diga si es mi hermano según la carne, mi compatriota, mi hermano en la Iglesia o mi enemigo? ¿No puede afirmarse o negarse con igual derecho cada una de estas posibilidades? Tal pregunta, ¿no termina creando división y desobediencia? Sí, esta pregunta es una rebelión contra el mandamiento de Dios. […] La respuesta es: guarda el mandamiento que conoces. No debes preguntar, sino actuar. La pregunta ¿quién es mi prójimo? es la última pregunta que plantea la desesperación o la seguridad en sí mismo con la que el desobediente se justifica. La respuesta es: tú mismo eres el prójimo. Ve, y sé obediente en el acto de amor.
Ser el prójimo no es una calificación del otro, sino la exigencia que éste tiene sobre mí; nada más. A cada instante, en cada situación, soy una persona obligada a la acción, a la obediencia. No queda literalmente tiempo para preguntar sobre una calificación del otro. Debo actuar, debo obedecer, debo ser prójimo del otro.
(«El Precio de la Gracia / El Seguimiento», pág. 42, Ediciones Sígueme)
a) Mi hermano según la carne.
b) Mi compatriota.
c) Mi hermano en la Iglesia.
d) Mi enemigo.
e) Todas las anteriores.
f) Una calificación del otro, diferente a las anteriores.
g) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Esta historia del joven rico tiene un paralelo exacto en el texto que introduce la parábola del buen samaritano.
Se levantó un legista, y dijo para ponerle a prueba: «Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?» Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.» Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y vivirás.» Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?» (Lc 10, 25-29).
[…] Pero, igual que ocurrió en el caso del joven rico, se produce la huida hacia el conflicto ético: «¿Quién es mi prójimo?» Esta pregunta del legista tentador se ha repetido numerosas veces después de él, de buena fe e inocentemente; goza del prestigio típico de una pregunta razonable propuesta por un hombre que busca la verdad. Pero no se ha leído bien el contexto. Toda la historia del buen samaritano es la oposición a esta pregunta y la destrucción de la misma, por ser una pregunta satánica. Es una pregunta sin fin, sin respuesta. Nace «del entendimiento cegado por el orgullo, privado de la verdad», «que padece la enfermedad de las disputas y contiendas de palabras, de donde proceden las envidias, discordias, maledicencias, sospechas malignas, discusiones sin fin» (1 Tim 6, 4 s.). Es la pregunta propuesta por los orgullosos que «siempre están aprendiendo y no son capaces de llegar al pleno conocimiento de la verdad», «que tendrán la apariencia de piedad, pero desmentirán su eficacia» (2 Tim 3, 5 s.). Son incapaces de creer; preguntan de esta forma porque «tienen marcada a fuego la propia conciencia» (1 Tim 4, 2), porque no quieren obedecer a la palabra de Dios.
¿Quién es mi prójimo? ¿Hay una respuesta que me diga si es mi hermano según la carne, mi compatriota, mi hermano en la Iglesia o mi enemigo? ¿No puede afirmarse o negarse con igual derecho cada una de estas posibilidades? Tal pregunta, ¿no termina creando división y desobediencia? Sí, esta pregunta es una rebelión contra el mandamiento de Dios. […] La respuesta es: guarda el mandamiento que conoces. No debes preguntar, sino actuar. La pregunta ¿quién es mi prójimo? es la última pregunta que plantea la desesperación o la seguridad en sí mismo con la que el desobediente se justifica. La respuesta es: tú mismo eres el prójimo. Ve, y sé obediente en el acto de amor.
Ser el prójimo no es una calificación del otro, sino la exigencia que éste tiene sobre mí; nada más. A cada instante, en cada situación, soy una persona obligada a la acción, a la obediencia. No queda literalmente tiempo para preguntar sobre una calificación del otro. Debo actuar, debo obedecer, debo ser prójimo del otro.
(«El Precio de la Gracia / El Seguimiento», pág. 42, Ediciones Sígueme)
10.) El sufrimiento es lejanía de Dios, pero en la comunión del sufrimiento de Jesucristo se otorga la comunión con Dios precisamente en el dolor.
a) Falso
b) Verdadero
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
El sufrimiento es lejanía de Dios. Por eso, quien se encuentra en comunión con Dios no puede sufrir. Jesús ha afirmado esta frase del Antiguo Testamento. Precisamente por esto toma sobre sí el sufrimiento del mundo entero y, al hacerlo, triunfa de él. Carga con toda la lejanía de Dios. La copa pasa porque él la bebe. Jesús quiere vencer al sufrimiento del mundo; para ello necesita saborearlo por completo. Así, ciertamente, el sufrimiento sigue siendo lejanía de Dios, pero en la comunión del sufrimiento de Jesucristo el sufrimiento triunfa del sufrimiento y se otorga la comunión con Dios precisamente en el dolor.
Es preciso llevar el sufrimiento para que éste pase. O es el mundo quien lo lleva, y se hunde, o recae sobre Cristo, y es vencido por él. Así, pues, Cristo sufre en representación del mundo. Sólo su sufrimiento es un sufrimiento redentor. Pero también la Iglesia sabe ahora que el sufrimiento del mundo busca a alguno que lo lleve. De forma que, en el seguimiento de Cristo, el sufrimiento recae sobre la Iglesia y ella lo lleva, siendo llevada al mismo tiempo por Cristo. La Iglesia de Jesucristo representa al mundo ante Dios en la medida en que sigue a su Señor cargando con la cruz.
Dios es un Dios que lleva. El Hijo de Dios llevó nuestra carne, llevó la cruz por ello, llevó todos nuestros pecados y, con este acto de llevar, trajo la reconciliación. El que sigue es llamado igualmente a llevar. Ser cristiano consiste en llevar. Lo mismo que Cristo, al llevar la cruz conservó su comunión con el Padre, para el que le sigue, cargar la cruz significa la comunión con Cristo.
(«El Precio de la Gracia / El Seguimiento», pág. 55, Ediciones Sígueme)
a) Falso
b) Verdadero
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
El sufrimiento es lejanía de Dios. Por eso, quien se encuentra en comunión con Dios no puede sufrir. Jesús ha afirmado esta frase del Antiguo Testamento. Precisamente por esto toma sobre sí el sufrimiento del mundo entero y, al hacerlo, triunfa de él. Carga con toda la lejanía de Dios. La copa pasa porque él la bebe. Jesús quiere vencer al sufrimiento del mundo; para ello necesita saborearlo por completo. Así, ciertamente, el sufrimiento sigue siendo lejanía de Dios, pero en la comunión del sufrimiento de Jesucristo el sufrimiento triunfa del sufrimiento y se otorga la comunión con Dios precisamente en el dolor.
Es preciso llevar el sufrimiento para que éste pase. O es el mundo quien lo lleva, y se hunde, o recae sobre Cristo, y es vencido por él. Así, pues, Cristo sufre en representación del mundo. Sólo su sufrimiento es un sufrimiento redentor. Pero también la Iglesia sabe ahora que el sufrimiento del mundo busca a alguno que lo lleve. De forma que, en el seguimiento de Cristo, el sufrimiento recae sobre la Iglesia y ella lo lleva, siendo llevada al mismo tiempo por Cristo. La Iglesia de Jesucristo representa al mundo ante Dios en la medida en que sigue a su Señor cargando con la cruz.
Dios es un Dios que lleva. El Hijo de Dios llevó nuestra carne, llevó la cruz por ello, llevó todos nuestros pecados y, con este acto de llevar, trajo la reconciliación. El que sigue es llamado igualmente a llevar. Ser cristiano consiste en llevar. Lo mismo que Cristo, al llevar la cruz conservó su comunión con el Padre, para el que le sigue, cargar la cruz significa la comunión con Cristo.
(«El Precio de la Gracia / El Seguimiento», pág. 55, Ediciones Sígueme)
11.) ¿Quién es limpio de corazón?
a) El que sabe del bien y lo guarda en su corazón.
b) En el que reina la buena conciencia.
c) Todas las anteriores.
d) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
¿Quién es limpio de corazón? Sólo el que ha entregado plenamente su corazón a Jesús, para que éste reine exclusivamente en su interior; el que no mancha su corazón con el propio mal, ni tampoco con el propio bien. El corazón puro es el corazón sencillo del niño, que nada sabe del bien y del mal, el corazón de Adán antes de la caída, el corazón en el que no reina la conciencia, sino la voluntad de Jesús.
(«El Precio de la Gracia / El Seguimiento», pág. 69, Ediciones Sígueme)
12.) ¿Qué afirmación en relación a la sal de la tierra es verdadera?
a) Los cristianos deben ser la sal de la tierra.
b) Los cristianos están llamados a convertirse en sal de la tierra.
c) Los cristianos tienen la sal de la tierra.
d) La sal de la tierra es el mensaje de los apóstoles, el mensaje bíblico.
e) Todas las anteriores.
f) Sólo 2 de esas anteriores.
g) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
«Vosotros sois la sal». No: vosotros debéis ser la sal. No se deja a elección de los discípulos el que quieran o no ser sal. Tampoco se les hace un llamamiento para que se conviertan en sal de la tierra. Lo son, quiéranlo o no, por la fuerza de la llamada que se les ha dirigido. Vosotros sois la sal. No: vosotros tenéis la sal. Sería erróneo querer equiparar la sal con el mensaje de los apóstoles, como hacen los reformadores. Estas palabras se refieren a toda su existencia, en cuanto se halla fundada por la llamada de Cristo al seguimiento, a esta existencia de la que hablaban las bienaventuranzas. Quien sigue a Cristo, captado por su llamada, queda plenamente convertido en sal de la tierra.
(«El Precio de la Gracia / El Seguimiento», pág. 72-73, Ediciones Sígueme)
a) Los cristianos deben ser la sal de la tierra.
b) Los cristianos están llamados a convertirse en sal de la tierra.
c) Los cristianos tienen la sal de la tierra.
d) La sal de la tierra es el mensaje de los apóstoles, el mensaje bíblico.
e) Todas las anteriores.
f) Sólo 2 de esas anteriores.
g) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
«Vosotros sois la sal». No: vosotros debéis ser la sal. No se deja a elección de los discípulos el que quieran o no ser sal. Tampoco se les hace un llamamiento para que se conviertan en sal de la tierra. Lo son, quiéranlo o no, por la fuerza de la llamada que se les ha dirigido. Vosotros sois la sal. No: vosotros tenéis la sal. Sería erróneo querer equiparar la sal con el mensaje de los apóstoles, como hacen los reformadores. Estas palabras se refieren a toda su existencia, en cuanto se halla fundada por la llamada de Cristo al seguimiento, a esta existencia de la que hablaban las bienaventuranzas. Quien sigue a Cristo, captado por su llamada, queda plenamente convertido en sal de la tierra.
(«El Precio de la Gracia / El Seguimiento», pág. 72-73, Ediciones Sígueme)
13.) ¿Qué significa la tentación de la que nos habla toda la Sagrada Escritura?
a) El poner a prueba mis propias fuerzas vitales.
b) El poner a prueba mis propias fuerzas éticas.
c) El poner a prueba mis propias fuerzas cristianas.
d) Todas las anteriores.
e) Sólo 2 de esas anteriores.
f) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
«No nos induzcas en la tentación». El hombre natural y el hombre ético no pueden comprender esta oración. El hombre natural quiere probar su fuerza en la aventura, en la lucha, en el enfrentamiento con el enemigo. Tal es la vida. «Si no arriesgáis vuestra vida, jamás la ganaréis» [Schiller]. Sólo la vida amenazada por la muerte es una vida ganada. Así lo entiende el hombre natural. Pero también el hombre ético sabe asimismo que sus ideas sólo resultan verdaderas y convincentes al probar y comprobar que el bien sólo puede vivir del mal, que el bien no sería bueno sin el mal. El hombre ético desafía, pues, al mal, ya que su oración cotidiana es: indúceme en la tentación, para que así ponga a prueba la fuerza del bien que está en mí.
Si la tentación fuera realmente lo que el hombre natural y el hombre ético piensan, es decir, la prueba de su propia fuerza ―tanto si se trata de la fuerza vital como de la fuerza ética o, incluso, de la fuerza cristiana― frente al obstáculo, frente al enemigo, entonces sí sería incomprensible la oración de los cristianos. Porque el hecho de que la vida sólo se gane contra la muerte y el bien contra el mal, es una noción de este mundo, y el cristiano no la ignora. Pero todo esto nada tiene que ver con la tentación de la que Jesucristo nos habla, en nada atañe a la realidad de que aquí se trata. Porque la tentación de la que nos habla toda la Sagrada Escritura no puede significar, en modo alguno, el hecho de poner a prueba mis propias fuerzas, ya que la esencia de la tentación en el sentido bíblico del término radica en el hecho de que, para espanto mío y sin que yo pueda hacer nada para evitarlo, todas mis fuerzas se alzan contra mí; más aun, en el hecho de que todas mis fuerzas, incluso mis propias fuerzas buenas y piadosas (las fuerzas de la fe), han caído en manos del enemigo y ahora son utilizadas contra mí. He sido despojado, expoliado de mis fuerzas, antes incluso de que pudieran ser puestas a prueba. «Está lleno de congoja mi corazón, me faltan las fuerzas, y aun la misma luz de mis ojos me abandona» (Sal 38, 11). He aquí el carácter decisivo de la tentación del cristiano: estar abandonado, abandonado de todas sus fuerzas ―e incluso ser atacado por ellas―, abandonado de todos los hombres, abandonado de Dios mismo. Su corazón se anega en la congoja y cae en la absoluta tiniebla. Él mismo nada es. Su enemigo lo es todo. Dios ha retirado su mano de él, «ha separado de él su mano» (Confessio Augustana, XIX): «por un momento te abandoné» (Is 54, 7). En la tentación, el hombre está solo. Nada le ampara. Por un breve instante, el demonio tiene el campo libre. Pero, ¿cómo ha de enfrentarse con el demonio el hombre abandonado? ¿Cómo puede defenderse de él? Es el príncipe de este mundo quien ahora se yergue contra el hombre. Ha llegado la hora de la caída, de la caída irrevocable, eterna; pues ¿quién podrá arrancarnos de las garras de Satanás?
Una derrota enseña al hombre vital y al hombre ético que sus fuerzas han de acrecentarse todavía para que pueda superar esta prueba. Por eso, su derrota no es nunca irrevocable. En cambio, el cristiano sabe que, en la hora de la tentación, le abandonarán siempre todas sus fuerzas. Por ello la tentación es para él la hora tenebrosa que puede resultar irrevocable. No trata, pues, de confirmar su fuerza, sino que sencillamente ora: «No nos induzcas en la tentación». Porque, en su sentido bíblico, la tentación no significa someter a prueba nuestras fuerzas, sino la pérdida de todas nuestras fuerzas, nuestra inerme entrega a Satanás.
(«¿Quién es y quién fue Jesucristo?»: Tentación, pág. 179-180, Ediciones Ariel; o «Tentación», pág. 5-8, Editorial La Aurora)
14.) ¿Podemos nosotros, como cristianos, orar aquellos salmos que intentan provocar la venganza de Dios contra los enemigos?
a) No
b) Sí
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
No hay ningún trozo del salterio que nos ofrezca hoy dificultades mayores que las que presentan los llamados salmos imprecatorios. Con sorprendente frecuencia, encontramos sus ideas a lo largo de todo el salterio (5, 7, 9, 10, 13, 16, 21, 23, 28, 31, 35, 36, 40, 41, 44, 52, 54, 55, 58, 59, 68, 69, 70, 71, 137, entre otros). Aquí parecen condenados al fracaso todos los intentos realizados para presentarlos como oración común; […] Cristo oró en la cruz por sus enemigos, y nos enseño a orar del mismo modo. ¿Cómo podemos nosotros intentar provocar, con los salmos, la venganza de Dios contra los enemigos? […] ¿Podemos nosotros, como cristianos, orar estos salmos? […]
Los enemigos de quienes se habla aquí son enemigos de las cosas de Dios, que nos atacan por su causa. Por tanto, no se trata de una lucha personal. Quien ora los salmos no pretende en ningún lugar tomar la venganza por propia mano, sino que se limita a recomendar la venganza divina (cf. Rom 12, 19). […]
La oración en favor de la venganza divina es la oración en favor de la realización de su justicia, en el juicio contra el pecado. Este juicio debe producirse, si Dios es fiel a su palabra; debe producirse, llegue a quien le llegue. Yo mismo con mi pecado también estoy bajo este juicio. No tengo ningún derecho a tratar de impedirlo. Debe cumplirse por voluntad de Dios, y se ha cumplido, por cierto, de modo maravilloso.
La venganza de Dios no alcanzó al pecador, sino al único inocente, al que se puso en lugar de los pecadores, al Hijo de Dios. Jesucristo fue quien soportó la venganza divina cuya ejecución pide el salmo. Él fue quien calmó la cólera divina sobre el pecador, y quien en la hora de la ejecución del juicio divino oró diciendo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Ningún otro que no fuese él, que soportó la cólera divina, podía orar así. Éste fue el fin de todas las ideas falsas sobre el amor de Dios que no toma en serio el pecado. Dios aborrece y juzga a sus enemigos en el único justo, y éste pide perdón para ellos. Sólo en la cruz de Jesucristo puede hallarse el amor de Dios.
De este modo, el salmo imprecatorio nos lleva a la cruz de Jesús y al amor de Dios que quiere perdonar a sus enemigos. Yo no puedo perdonar, por mí mismo, a los enemigos de Dios; esto sólo puede hacerlo el Cristo crucificado, y a mí se me permite hacerlo a través de él. Así, la realización de la venganza divina se convierte, en Jesucristo, en gracia para todos los hombres.
(«Creer y Vivir»: El Libro de Oración de la Biblia, pág. 158-160, Ediciones Sígueme)
15.) Quién huye del mundo encuentra a Dios.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
No hay un cristianismo real fuera de la realidad del mundo, y no hay una mundanidad real fuera de la realidad de Jesucristo. No hay lugar alguno a donde pueda retirarse el cristiano desde el mundo, ni en sentido externo ni en el campo de la interioridad.
(«Ética», pág. 52, Editorial Trotta, o pág. 139, Editorial Estela)
Quien huye del mundo no encuentra a Dios. Sólo encuentra otro mundo, el suyo, mejor, más bello y más apacible, un «trasmundo», pero nunca el mundo de Dios que irrumpe en éste. El que huye de la tierra para encontrar a Dios, sólo se encuentra a sí mismo. […]
Cuando oramos por la venida del reino sólo podemos hacerlo como los que se hallan por completo en la tierra. No puede orar por el reino quien se arranca de la miseria propia y ajena, ni quien, en el aislamiento y soledad de las horas piadosas, vive para lo «sólo-santo». Puede haber horas en que la iglesia soporte también esto; nosotros no podemos.
Las circunstancias en que hoy ora la iglesia por la venida del reino, la fuerzan a meterse por completo, venga lo que viniere, dentro de la sociedad de los hijos de la tierra y del mundo, la conjuran a permanecer leal a la tierra, a la miseria, al hambre, a la muerte; la tornan plenamente solidaria con el mal y con la culpa del hermano.
Las circunstancias en que hoy oramos por el reino de Dios nos impelen a la más honda solidaridad con el mundo.
(«Creer y Vivir»: Venga a nosotros tu reino, pág. 104-105, Ediciones Sígueme)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
No hay un cristianismo real fuera de la realidad del mundo, y no hay una mundanidad real fuera de la realidad de Jesucristo. No hay lugar alguno a donde pueda retirarse el cristiano desde el mundo, ni en sentido externo ni en el campo de la interioridad.
(«Ética», pág. 52, Editorial Trotta, o pág. 139, Editorial Estela)
Quien huye del mundo no encuentra a Dios. Sólo encuentra otro mundo, el suyo, mejor, más bello y más apacible, un «trasmundo», pero nunca el mundo de Dios que irrumpe en éste. El que huye de la tierra para encontrar a Dios, sólo se encuentra a sí mismo. […]
Cuando oramos por la venida del reino sólo podemos hacerlo como los que se hallan por completo en la tierra. No puede orar por el reino quien se arranca de la miseria propia y ajena, ni quien, en el aislamiento y soledad de las horas piadosas, vive para lo «sólo-santo». Puede haber horas en que la iglesia soporte también esto; nosotros no podemos.
Las circunstancias en que hoy ora la iglesia por la venida del reino, la fuerzan a meterse por completo, venga lo que viniere, dentro de la sociedad de los hijos de la tierra y del mundo, la conjuran a permanecer leal a la tierra, a la miseria, al hambre, a la muerte; la tornan plenamente solidaria con el mal y con la culpa del hermano.
Las circunstancias en que hoy oramos por el reino de Dios nos impelen a la más honda solidaridad con el mundo.
(«Creer y Vivir»: Venga a nosotros tu reino, pág. 104-105, Ediciones Sígueme)
16.) La iglesia es una parte del mundo; es la parte buena del mundo.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
La iglesia es una parte del mundo. ¡No es la parte buena, sino una parte particularmente sucia! Es el mundo malvado a lo sumo, porque en ella se abusa del nombre de Dios y se hace de él un juguete. Pero la iglesia es también la parte calificada del mundo; es decir, ha conocido la acción de la palabra reveladora y bondadosa de Dios. Por este segmento del mundo entra el reino de Dios, y por este medio el mundo es conquistado y entregado a Dios.
(«Dietrich Bonhoeffer / Introducción a su Pensamiento Teológico», E.H. Robertson, pág. 43-44, Editorial Mundo Hispano)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
La iglesia es una parte del mundo. ¡No es la parte buena, sino una parte particularmente sucia! Es el mundo malvado a lo sumo, porque en ella se abusa del nombre de Dios y se hace de él un juguete. Pero la iglesia es también la parte calificada del mundo; es decir, ha conocido la acción de la palabra reveladora y bondadosa de Dios. Por este segmento del mundo entra el reino de Dios, y por este medio el mundo es conquistado y entregado a Dios.
(«Dietrich Bonhoeffer / Introducción a su Pensamiento Teológico», E.H. Robertson, pág. 43-44, Editorial Mundo Hispano)
17.) El cristianismo y la ética tienen orientaciones similares.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
El cristianismo habla del único camino de Dios al hombre, del amor misericordioso de Dios a los hombres inicuos y pecadores… ¿Qué tiene esto que ver con la ética que habla del camino del hombre a Dios?... El cristianismo habla de lagracia, la ética de la rectitud.
(«Dietrich Bonhoeffer / Introducción a su Pensamiento Teológico», E.H. Robertson, pág. 64, Editorial Mundo Hispano)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
El cristianismo habla del único camino de Dios al hombre, del amor misericordioso de Dios a los hombres inicuos y pecadores… ¿Qué tiene esto que ver con la ética que habla del camino del hombre a Dios?... El cristianismo habla de lagracia, la ética de la rectitud.
(«Dietrich Bonhoeffer / Introducción a su Pensamiento Teológico», E.H. Robertson, pág. 64, Editorial Mundo Hispano)
18.) Lo importante en el hecho de decir la verdad es:
a) La intención.
b) La veracidad de su contenido.
c) La constancia (en el sentido de que no dependa del oyente).
d) El desvelar lo oculto.
e) Todas las anteriores.
f) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Quien dice Dios, no puede simplemente atravesar el mundo dado en el que vive; de lo contrario no habla del Dios que entró en el mundo en Jesucristo, sino que habla de ciertos ídolos metafísicos. […] La veracidad de nuestras palabras que debemos a Dios, debe revestir forma concreta en el mundo. […] Una veracidad no concreta no es veracidad en absoluto delante de Dios.
«Decir la verdad» no es por tanto meramente una cuestión de intención, sino también cuestión de conocimiento correcto y de seria reflexión de las circunstancias reales. […]
Por consiguiente, hay que aprender a decir la verdad. Esto sonará horrible para aquél que piensa que lo importante y exclusivo es la intención y que si ésta es intachable, todo lo demás es juego de niños. […]
Hay que expresar lo real con las palabras. En esto consiste el hablar con verdad. Pero con esto planteamos inevitablemente la cuestión del «modo» de las palabras. Se trata de lo que es «palabra justa» en cada caso. Encontrar ésta es cuestión de esfuerzo prolongado, serio y continuado en virtud de la experiencia y conocimiento de la realidad. Para decir cómo es realmente una cosa, es decir, para hablar verazmente, la mirada y el pensamiento deben dirigirse hacia el modo como lo real es en Dios y por Dios y hacia Dios.
[…] Prescindiendo totalmente de la veracidad de su contenido, la relación expresada en ella de mí hacia otro hombre es ya verdadera o falsa. Puedo halagar, me puedo vanagloriar o puedo fingir sin expresar una falsedad material, y, sin embargo, mi palabra no es verdadera, porque destruyo y deshago la realidad de la relación de hombre y mujer, o del superior y subordinado, etc. Cada una de las palabras es siempre parte de un conjunto de la realidad, que trata de expresarse en la palabra. Según sea aquél a quien hablo, según sea aquél que me interroga, del que yo hablo, tiene que ser diferente mi palabra si quiero ser veraz. La palabra veraz no es una magnitud constante en sí, sino que es tan viva como la vida misma. Cuando uno se desliga de los demás hombres y de la vida, cuando «se dice la verdad» sin consideración de aquél a quien se la digo, entonces ella tiene tan sólo la apariencia de verdad, pero no la naturaleza de la verdad.
Es el cínico el que bajo la pretensión de «decir la verdad» en todas partes y en todos los tiempos y a todo hombre de igual manera, el que hace gala de la verdad como de una imagen muerta, de un ídolo. Dándose la aureola de fanático de la verdad, que no puede tener consideración de la debilidad humana, destruye la verdad viva entre los hombres. Destruye el pudor, desacraliza el misterio, destruye la confianza, traiciona a la comunidad, en la que vive, y sonríe orgulloso sobre el campo de ruinas que ha creado, de la debilidad humana, «que no puede soportar la verdad». Dice que la verdad es destructora y que exige víctimas, y se siente como un Dios por encima de las débiles criaturas, y no sabe que sirve a Satán.
[…] Jesús califica a Satán como «padre de la mentira» (Jn 8, 44). Mentira es primeramente la negación de Dios, tal como él se ha manifestado al mundo. «¿Quién es mentiroso sino aquél que niega que Jesús es el Cristo?» (1 Jn 2, 22). Mentira es oposición a la palabra de Dios, que él ha hablado en Cristo y en la que descansa la creación. Por consiguiente, mentira es la negación, y la conocida y voluntaria destrucción de la realidad, tal como ha sido creada por Dios y subsiste en Dios, y además tanto si se hace esto de palabra como por el silencio. Nuestra palabra está determinada a expresar lo real, tal como es en Dios, unidos a la palabra de Dios, y nuestro silencio debe ser el signo del límite que ha sido trazado a la palabra por medio de lo real, tal como es en Dios.
[…] La palabra humana, si ha de ser verdadera, no puede negar el pecado como tampoco la palabra creadora y reconciliadora de Dios, en la que ha sido superada toda división. El cínico quiere justificar su palabra expresando en cada caso lo único que él cree conocer, perdiendo de vista el conjunto de la realidad, y precisamente por eso destruye totalmente la realidad, y su palabra ―aun cuando tenga la apariencia superficial de la exactitud― es falsa.
(«Ética»: ¿Qué significa decir la verdad?, pág. 260-264, Editorial Estela)
[…] Porque «veracidad» no significa que todo cuanto existe deba ser puesto de manifiesto. Dios mismo dio un vestido al hombre [Gen 3, 21]; y esto significa que in statu corruptionis muchas cosas de los hombres deben quedar ocultas, y que el mal, aunque no pueda ser extirpado, por lo menos ha de quedar oculto. Poner todo al descubierto es un acto cínico. Y a pesar de que el cínico se cree particularmente honesto y se presenta como un fanático de la verdad, lo cierto es que soslaya la verdad decisiva, es decir, que desde la caída en el pecado debe haber misterio y ocultamiento. […]
Dicho sea de paso, «decir la verdad» […] significa, en mi opinión, decir lo que una cosa es en realidad, esto es, respetar el secreto, la confianza y el ocultamiento. La «traición», por ejemplo, no es la verdad, como tampoco son la frivolidad, el cinismo, etcétera. Lo oculto no ha de mostrarse sino en la confesión, esto es, ante Dios.
(«Resistencia y Sumisión»: Carta del 5 dic. 1943, prisión de Tegel; pág. 117-118, Ed. Sígueme; o «Ética»: ¿Qué significa decir la verdad?, pág. 265-266, Editorial Estela)
a) La intención.
b) La veracidad de su contenido.
c) La constancia (en el sentido de que no dependa del oyente).
d) El desvelar lo oculto.
e) Todas las anteriores.
f) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Quien dice Dios, no puede simplemente atravesar el mundo dado en el que vive; de lo contrario no habla del Dios que entró en el mundo en Jesucristo, sino que habla de ciertos ídolos metafísicos. […] La veracidad de nuestras palabras que debemos a Dios, debe revestir forma concreta en el mundo. […] Una veracidad no concreta no es veracidad en absoluto delante de Dios.
«Decir la verdad» no es por tanto meramente una cuestión de intención, sino también cuestión de conocimiento correcto y de seria reflexión de las circunstancias reales. […]
Por consiguiente, hay que aprender a decir la verdad. Esto sonará horrible para aquél que piensa que lo importante y exclusivo es la intención y que si ésta es intachable, todo lo demás es juego de niños. […]
Hay que expresar lo real con las palabras. En esto consiste el hablar con verdad. Pero con esto planteamos inevitablemente la cuestión del «modo» de las palabras. Se trata de lo que es «palabra justa» en cada caso. Encontrar ésta es cuestión de esfuerzo prolongado, serio y continuado en virtud de la experiencia y conocimiento de la realidad. Para decir cómo es realmente una cosa, es decir, para hablar verazmente, la mirada y el pensamiento deben dirigirse hacia el modo como lo real es en Dios y por Dios y hacia Dios.
[…] Prescindiendo totalmente de la veracidad de su contenido, la relación expresada en ella de mí hacia otro hombre es ya verdadera o falsa. Puedo halagar, me puedo vanagloriar o puedo fingir sin expresar una falsedad material, y, sin embargo, mi palabra no es verdadera, porque destruyo y deshago la realidad de la relación de hombre y mujer, o del superior y subordinado, etc. Cada una de las palabras es siempre parte de un conjunto de la realidad, que trata de expresarse en la palabra. Según sea aquél a quien hablo, según sea aquél que me interroga, del que yo hablo, tiene que ser diferente mi palabra si quiero ser veraz. La palabra veraz no es una magnitud constante en sí, sino que es tan viva como la vida misma. Cuando uno se desliga de los demás hombres y de la vida, cuando «se dice la verdad» sin consideración de aquél a quien se la digo, entonces ella tiene tan sólo la apariencia de verdad, pero no la naturaleza de la verdad.
Es el cínico el que bajo la pretensión de «decir la verdad» en todas partes y en todos los tiempos y a todo hombre de igual manera, el que hace gala de la verdad como de una imagen muerta, de un ídolo. Dándose la aureola de fanático de la verdad, que no puede tener consideración de la debilidad humana, destruye la verdad viva entre los hombres. Destruye el pudor, desacraliza el misterio, destruye la confianza, traiciona a la comunidad, en la que vive, y sonríe orgulloso sobre el campo de ruinas que ha creado, de la debilidad humana, «que no puede soportar la verdad». Dice que la verdad es destructora y que exige víctimas, y se siente como un Dios por encima de las débiles criaturas, y no sabe que sirve a Satán.
[…] Jesús califica a Satán como «padre de la mentira» (Jn 8, 44). Mentira es primeramente la negación de Dios, tal como él se ha manifestado al mundo. «¿Quién es mentiroso sino aquél que niega que Jesús es el Cristo?» (1 Jn 2, 22). Mentira es oposición a la palabra de Dios, que él ha hablado en Cristo y en la que descansa la creación. Por consiguiente, mentira es la negación, y la conocida y voluntaria destrucción de la realidad, tal como ha sido creada por Dios y subsiste en Dios, y además tanto si se hace esto de palabra como por el silencio. Nuestra palabra está determinada a expresar lo real, tal como es en Dios, unidos a la palabra de Dios, y nuestro silencio debe ser el signo del límite que ha sido trazado a la palabra por medio de lo real, tal como es en Dios.
[…] La palabra humana, si ha de ser verdadera, no puede negar el pecado como tampoco la palabra creadora y reconciliadora de Dios, en la que ha sido superada toda división. El cínico quiere justificar su palabra expresando en cada caso lo único que él cree conocer, perdiendo de vista el conjunto de la realidad, y precisamente por eso destruye totalmente la realidad, y su palabra ―aun cuando tenga la apariencia superficial de la exactitud― es falsa.
(«Ética»: ¿Qué significa decir la verdad?, pág. 260-264, Editorial Estela)
[…] Porque «veracidad» no significa que todo cuanto existe deba ser puesto de manifiesto. Dios mismo dio un vestido al hombre [Gen 3, 21]; y esto significa que in statu corruptionis muchas cosas de los hombres deben quedar ocultas, y que el mal, aunque no pueda ser extirpado, por lo menos ha de quedar oculto. Poner todo al descubierto es un acto cínico. Y a pesar de que el cínico se cree particularmente honesto y se presenta como un fanático de la verdad, lo cierto es que soslaya la verdad decisiva, es decir, que desde la caída en el pecado debe haber misterio y ocultamiento. […]
Dicho sea de paso, «decir la verdad» […] significa, en mi opinión, decir lo que una cosa es en realidad, esto es, respetar el secreto, la confianza y el ocultamiento. La «traición», por ejemplo, no es la verdad, como tampoco son la frivolidad, el cinismo, etcétera. Lo oculto no ha de mostrarse sino en la confesión, esto es, ante Dios.
(«Resistencia y Sumisión»: Carta del 5 dic. 1943, prisión de Tegel; pág. 117-118, Ed. Sígueme; o «Ética»: ¿Qué significa decir la verdad?, pág. 265-266, Editorial Estela)
19.) La meta de toda reflexión ética es el saber del bien y del mal. ¿Cuál es la primera misión de la ética cristiana?
a) Profundizar, interpretar y relacionar este saber.
b) Cuidar, preservar y proteger este saber.
c) Enseñar, promulgar y difundir este saber.
d) Poner en práctica, ejercer y aplicar este saber.
e) Todas las anteriores.
f) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Parece que la meta de toda reflexión ética es el saber del bien y del mal¹. La primera misión de la ética cristiana consiste en eliminar este saber. Con este ataque a los presupuestos de toda otra ética se encuentra tan sola que resulta problemático si tiene sentido el hablar de una ética cristiana. Pero si es así, esto sólo puede significar que la ética cristiana pretende expresar con palabras el origen de toda problemática ética y juntamente servir de crítica a toda ética solamente en cuanto ética.
En la posibilidad del saber acerca del bien y del mal la ética cristiana reconoce la decadencia respecto del origen [Creador / creación original / Génesis 1-3]. El hombre en su origen sólo sabe una cosa: Dios. El hombre conoce a los demás hombres, las cosas, a sí mismo en la unidad de su saber sobre Dios, él sabe todo solamente en Dios y a Dios en todo. El saber sobre el bien y el mal indica previa división y separación respecto del origen. […] Sólo contra Dios puede el hombre conocer el bien y el mal. […]
«El hombre se ha hecho como uno de nosotros, y sabe lo que es bueno y malo», dice Dios (Gn 3, 22). Del hecho original de ser imagen de Dios (Gn 1, 27) ha resultado una igualdad arrebatada a Dios. […] El hombre como imagen de Dios vive del origen de Dios, el equiparado a Dios vive de su propio origen. Al arrebatar el origen, el hombre se ha apropiado de un misterio de Dios –la Sagrada Escritura describe este fenómeno como la comida del fruto prohibido (Gn 3, 1-7)–, en el que perece. Ahora el hombre sabe lo que es bueno y malo. Con esto no ha añadido un nuevo saber al que ya tenía. Sino que el saber del bien y del mal significa una subversión total de su saber, que antes era sólo un saber de Dios como origen suyo. Con el saber del bien y del mal ahora sabe él lo que sólo puede y debe saber el origen mismo, Dios. […] El hombre ha arrebatado a Dios este misterio al querer ser origen él mismo. En lugar de limitarse a conocer al buen Dios y todo en él, ahora se conoce a sí mismo como origen del bien y del mal. […] Se ha hecho como Dios. Pero contra Dios. En esto consiste el engaño de la serpiente. El hombre sabe lo que es bueno y malo, pero como él no es el origen, sino que ha adquirido este saber sólo a partir de la separación respecto del origen, el bien y el mal que él sabe no es el bien y el mal de Dios, sino el bien y el mal contra Dios. […]
«No juzguéis y no seréis juzgados» (Mt 7, 1). […] Se trata de la palabra que procede del que habla desde la unión con Dios, que no vino para juzgar, sino a salvar (Jn 3, 17). Para el hombre de la división el bien consiste en juzgar, cuyo criterio último es el hombre. El hombre que conoce el bien y el mal es esencialmente juez. En cuanto juez es igual a Dios, con la diferencia de que todo juicio que emite al juzgar le afecta a él mismo. Al atacar Jesús al hombre como juez, lo sitúa como impío, como pecador, precisamente en la más extrema realización de su bien, exigiendo de él la transformación de todo su ser.
Jesús exige la superación del saber acerca del bien y del mal, exige la unión con Dios. El juicio sobre el prójimo supone siempre la división respecto de él; se presenta impidiendo la acción. El bien a que Jesús se refiere consiste totalmente en la acción, no en el juzgar. Juzgar a los demás hombres significa siempre detenerse en la propia acción. El que juzga nunca llega a la acción, porque incluso aquello que presenta como su acción, aunque sea muy completa, es siempre mero juicio, reproche, acusación contra los demás. […]
«Juzgar» no es un vicio especial y una maldad del hombre de la división, sino que es su naturaleza que se manifiesta en sus palabras, en su conducta y en sus sentimientos. […]
Como hay una –inauténtica– acción del hombre, que en sí misma es un juicio, así también –es suficientemente sorprendente– hay un juicio, que es –auténtica– acción del hombre, es decir, un «juzgar» que procede de la realizada unidad con el origen, con Jesucristo. […] El juicio de Jesucristo consistió precisamente en que no vino a juzgar sino a salvar. […] De esta manera los reconciliados con Dios y el hombre en Cristo, en su calidad de no-juzgadores, juzgarán todo y sabrán todo como ignorantes del bien y del mal. Su juicio consistirá en ayudar, en sostener, en llevar al buen camino, en exhortar y consolar fraternalmente. […] Será un juicio de reconciliación y no de división, un juicio que no juzgará, un juicio como acción de reconciliación. Con un conocimiento no ya acerca del bien y del mal, sino acerca de Cristo como origen y reconciliación, el hombre lo sabrá todo. […] Se halla con esto dentro de un nuevo conocimiento, en el que se ha superado el saber del bien y del mal. Se halla en el saber de Dios, y ya no como equiparado a Dios, sino como aquel que lleva la imagen de Dios. […] Como ignorante conoce solamente a Dios y en él ha llegado a conocerlo todo. […]
«Cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, para que tu limosna quede escondida» (Mt 6, 3-4). […] Jesús prohíbe al que hace el bien, el saber de ese bien. […] El propio bien queda oculto para el hombre. No sólo que el hombre ya no tiene que ser el juez de su bien, sino que ya no tiene que querer saberlo, más bien, ya nopuede saberlo, ya no lo sabe más. Tan libre de toda problemática ha venido a ser su acción, tan plenamente entregado y colmado está él por su acción, hasta tal punto su acción ya no es una posibilidad entre otras muchas, sino la única, la importante, la voluntad de Dios, que el conocimiento ya no puede intervenir como impedimento, que ya aquí no se puede perder literalmente más tiempo, que detenga la acción, la cuestione, la juzgue. […]
En la parábola sobre el juicio final (Mt 25, 31-46) lo que se ha dicho tiene su complemento y su conclusión. Cuando Jesús celebre juicio, los suyos no sabrán que ellos le han alimentado, le han dado de beber, le han vestido y le han visitado. Ellos no conocerán su bien, Jesús se lo descubrirá.
¹ Texto de B.: «Si la ética moderna sustituye los conceptos de bueno y malo por los de moral e inmoral, o de valioso y carente de valor, o –en la filosofía existencial– por los de auténtico e inauténtico, esto no supone diferencia alguna en la cuestión que tenemos entre manos».
(«Ética»; pág. 235-237, 245-250, Editorial Trotta; o pág. 9-10, 18-22, Editorial Estela)
a) Profundizar, interpretar y relacionar este saber.
b) Cuidar, preservar y proteger este saber.
c) Enseñar, promulgar y difundir este saber.
d) Poner en práctica, ejercer y aplicar este saber.
e) Todas las anteriores.
f) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Parece que la meta de toda reflexión ética es el saber del bien y del mal¹. La primera misión de la ética cristiana consiste en eliminar este saber. Con este ataque a los presupuestos de toda otra ética se encuentra tan sola que resulta problemático si tiene sentido el hablar de una ética cristiana. Pero si es así, esto sólo puede significar que la ética cristiana pretende expresar con palabras el origen de toda problemática ética y juntamente servir de crítica a toda ética solamente en cuanto ética.
En la posibilidad del saber acerca del bien y del mal la ética cristiana reconoce la decadencia respecto del origen [Creador / creación original / Génesis 1-3]. El hombre en su origen sólo sabe una cosa: Dios. El hombre conoce a los demás hombres, las cosas, a sí mismo en la unidad de su saber sobre Dios, él sabe todo solamente en Dios y a Dios en todo. El saber sobre el bien y el mal indica previa división y separación respecto del origen. […] Sólo contra Dios puede el hombre conocer el bien y el mal. […]
«El hombre se ha hecho como uno de nosotros, y sabe lo que es bueno y malo», dice Dios (Gn 3, 22). Del hecho original de ser imagen de Dios (Gn 1, 27) ha resultado una igualdad arrebatada a Dios. […] El hombre como imagen de Dios vive del origen de Dios, el equiparado a Dios vive de su propio origen. Al arrebatar el origen, el hombre se ha apropiado de un misterio de Dios –la Sagrada Escritura describe este fenómeno como la comida del fruto prohibido (Gn 3, 1-7)–, en el que perece. Ahora el hombre sabe lo que es bueno y malo. Con esto no ha añadido un nuevo saber al que ya tenía. Sino que el saber del bien y del mal significa una subversión total de su saber, que antes era sólo un saber de Dios como origen suyo. Con el saber del bien y del mal ahora sabe él lo que sólo puede y debe saber el origen mismo, Dios. […] El hombre ha arrebatado a Dios este misterio al querer ser origen él mismo. En lugar de limitarse a conocer al buen Dios y todo en él, ahora se conoce a sí mismo como origen del bien y del mal. […] Se ha hecho como Dios. Pero contra Dios. En esto consiste el engaño de la serpiente. El hombre sabe lo que es bueno y malo, pero como él no es el origen, sino que ha adquirido este saber sólo a partir de la separación respecto del origen, el bien y el mal que él sabe no es el bien y el mal de Dios, sino el bien y el mal contra Dios. […]
«No juzguéis y no seréis juzgados» (Mt 7, 1). […] Se trata de la palabra que procede del que habla desde la unión con Dios, que no vino para juzgar, sino a salvar (Jn 3, 17). Para el hombre de la división el bien consiste en juzgar, cuyo criterio último es el hombre. El hombre que conoce el bien y el mal es esencialmente juez. En cuanto juez es igual a Dios, con la diferencia de que todo juicio que emite al juzgar le afecta a él mismo. Al atacar Jesús al hombre como juez, lo sitúa como impío, como pecador, precisamente en la más extrema realización de su bien, exigiendo de él la transformación de todo su ser.
Jesús exige la superación del saber acerca del bien y del mal, exige la unión con Dios. El juicio sobre el prójimo supone siempre la división respecto de él; se presenta impidiendo la acción. El bien a que Jesús se refiere consiste totalmente en la acción, no en el juzgar. Juzgar a los demás hombres significa siempre detenerse en la propia acción. El que juzga nunca llega a la acción, porque incluso aquello que presenta como su acción, aunque sea muy completa, es siempre mero juicio, reproche, acusación contra los demás. […]
«Juzgar» no es un vicio especial y una maldad del hombre de la división, sino que es su naturaleza que se manifiesta en sus palabras, en su conducta y en sus sentimientos. […]
Como hay una –inauténtica– acción del hombre, que en sí misma es un juicio, así también –es suficientemente sorprendente– hay un juicio, que es –auténtica– acción del hombre, es decir, un «juzgar» que procede de la realizada unidad con el origen, con Jesucristo. […] El juicio de Jesucristo consistió precisamente en que no vino a juzgar sino a salvar. […] De esta manera los reconciliados con Dios y el hombre en Cristo, en su calidad de no-juzgadores, juzgarán todo y sabrán todo como ignorantes del bien y del mal. Su juicio consistirá en ayudar, en sostener, en llevar al buen camino, en exhortar y consolar fraternalmente. […] Será un juicio de reconciliación y no de división, un juicio que no juzgará, un juicio como acción de reconciliación. Con un conocimiento no ya acerca del bien y del mal, sino acerca de Cristo como origen y reconciliación, el hombre lo sabrá todo. […] Se halla con esto dentro de un nuevo conocimiento, en el que se ha superado el saber del bien y del mal. Se halla en el saber de Dios, y ya no como equiparado a Dios, sino como aquel que lleva la imagen de Dios. […] Como ignorante conoce solamente a Dios y en él ha llegado a conocerlo todo. […]
«Cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, para que tu limosna quede escondida» (Mt 6, 3-4). […] Jesús prohíbe al que hace el bien, el saber de ese bien. […] El propio bien queda oculto para el hombre. No sólo que el hombre ya no tiene que ser el juez de su bien, sino que ya no tiene que querer saberlo, más bien, ya nopuede saberlo, ya no lo sabe más. Tan libre de toda problemática ha venido a ser su acción, tan plenamente entregado y colmado está él por su acción, hasta tal punto su acción ya no es una posibilidad entre otras muchas, sino la única, la importante, la voluntad de Dios, que el conocimiento ya no puede intervenir como impedimento, que ya aquí no se puede perder literalmente más tiempo, que detenga la acción, la cuestione, la juzgue. […]
En la parábola sobre el juicio final (Mt 25, 31-46) lo que se ha dicho tiene su complemento y su conclusión. Cuando Jesús celebre juicio, los suyos no sabrán que ellos le han alimentado, le han dado de beber, le han vestido y le han visitado. Ellos no conocerán su bien, Jesús se lo descubrirá.
¹ Texto de B.: «Si la ética moderna sustituye los conceptos de bueno y malo por los de moral e inmoral, o de valioso y carente de valor, o –en la filosofía existencial– por los de auténtico e inauténtico, esto no supone diferencia alguna en la cuestión que tenemos entre manos».
(«Ética»; pág. 235-237, 245-250, Editorial Trotta; o pág. 9-10, 18-22, Editorial Estela)
20.) ¿Qué afirmación en relación a la conciencia es verdadera?
a) La conciencia tiene que ver con la relación del hombre con Dios.
b) La conciencia es la voz de Dios.
c) La conciencia tiene que ver con la relación del hombre con los demás hombres.
d) La conciencia es la norma de relación con los demás hombres.
e) Todas las anteriores.
f) Sólo 2 de esas anteriores.
g) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Mientras que en el pudor el hombre se acuerda de su separación respecto de Dios y de los hombres, la concienciaes el signo de división respecto de sí mismo. La conciencia está más alejada del origen [Creador / creación original / Génesis 1-3] que el pudor; supone ya la separación de Dios y del hombre, y señaliza solamente la división del hombre de sí mismo en su separación del origen. Se trata de la voz de la vida decadente, que por lo menos quiere permanecer estando unida consigo misma. Esto resulta ya del hecho de que la voz de la conciencia tiene exclusivamente el carácter de prohibición: «No debes… no tendrías que…». La conciencia se calma si no se comete una transgresión de lo prohibido. Ante la conciencia, la vida se divide en lo permitido y lo prohibido. No hay precepto alguno. La conciencia ya no registra el que incluso en lo permitido, que para la conciencia se identifica con lo bueno, el hombre se encuentra en la separación respecto de su origen. […] El último criterio sigue siendo precisamente la unidad consigo misma, que ahora está expuesta al peligro en la transgresión de lo prohibido. Queda fuera del campo experimental de la conciencia el hecho de que esta unidad tiene como supuesto la separación respecto de Dios y de los hombres, y el que, más allá del precepto transgredido, ya la prohibición misma como voz de la conciencia procede de la separación y división respecto del origen. Así la conciencia no tiene que ver con la relación del hombre con Dios y con los demás hombres, sino con la relación del hombre consigo mismo. Pero una relación del hombre consigo mismo, desprendida de la relación con Dios y con los demás hombres, se da solamente en virtud de una equiparación a Dios por parte del hombre en la separación.
La conciencia misma transforma esta relación, la pervierte. Hace que la relación con Dios y con los hombres nazca de la relación del hombre consigo mismo. La conciencia se presenta como la voz de Dios y como la norma de la relación con los demás hombres. Por consiguiente, de la correcta relación consigo mismo, el hombre debe recuperar la correcta relación con Dios y con el hombre. Esta perversión es la pretensión del hombre equiparado a Dios en su saber sobre el bien y el mal.
(«Ética»; pág. 240-241, Editorial Trotta; o pág. 13-14, Editorial Estela)
21.) Hemos de pedir a Jesús una decisión en medio de los conflictos, una decisión en las cuestiones de la vida, una decisión ante las diferentes alternativas de elección.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
[…] Los fariseos no ejemplifican un fenómeno histórico, puramente casual, sino que se trata del hombre, para el que lo importante ha venido a ser exclusivamente el conocimiento acerca del bien y del mal, es decir, simplemente, el hombre de la separación. […] El fariseo es ese hombre digno de la máxima admiración, que sitúa su vida entera bajo su conocimiento sobre el bien y el mal, que por tanto es duro juez tanto de sí mismo como de su prójimo para mayor gloria de Dios, a quien agradece humildemente este sacrificio (Lc 18, 11). Para el fariseo, todo momento de la vida se convierte en situación de conflicto, en la que tiene que elegir entre el bien y el mal. Para no errar, todo su conocimiento está orientado tensamente de día y de noche a meditar sobre la inmensa cantidad de posibles conflictos que tiene que prever, a fin de llegar a una decisión y establecer su propia elección. En todo ello hay que observar innumerables aspectos, hay que ponderarlos, distinguirlos. Cuanto más finas las distinciones, tanto más segura la decisión correcta. […] El que menosprecia estas distinciones, el que no lo piensa todo en cada uno de los casos innumerables de conflicto, peca contra el conocimiento del bien y el mal.
Estos hombres de mirada incorruptiblemente objetiva y desconfiada no pueden enfrentarse con otro hombre sin probarlo en sus decisiones en los conflictos de la vida. Así tienen que hacerlo, no pueden actuar de otra manera, y de este modo también frente a Jesús tratan de empujarlo a conflictos, a decisiones, para ver cómo se las arregla en medio de ellos. En esto consiste su tentación a Jesús. […] Lo decisivo de todas estas discusiones consiste en que Jesús no se dejó arrastrar a una sola de estas decisiones conflictivas. Con cada una de sus respuestas deja detrás de sí el caso en conflicto. […] Al igual que los fariseos no pueden hacer otra cosa que poner a Jesús ante situaciones conflictivas, así Jesús no puede hacer otra cosa que no aceptar precisamente estas situaciones. Al igual que la pregunta y la tentación de los fariseos proviene de la división en el conocimiento sobre el bien y el mal, así la respuesta de Jesús procede de la unión con Dios, con el origen, de la superada separación del hombre respecto de Dios. Los fariseos y Jesús hablan a partir de planos completamente distintos. Por esto sus palabras pasan tan extrañamente de largo unas respecto de las otras, por esto las respuestas de Jesús no parecen respuestas en absoluto, sino auténticos ataques contra los fariseos, los que en realidad, también lo son.
[…] Finalmente todas estas tentaciones se repiten en las cuestiones en las que también nosotros nos enfrentamos con Jesús, en las que en medio de los conflictos le solicitamos una decisión, en las que, por consiguiente, arrastramos a Jesús en nuestras cuestiones, conflictos, disensiones, y exigimos la solución de él. […] Jesús no quiere que se le invoque como juez que decide en las cuestiones de la vida, se niega a dejarse encerrar en las alternativas humanas: «Hombre, ¿quién me ha designado como juez o albacea vuestro?» (Lc 12, 14).
[…] Jesús se dirige totalmente al interrogador. Habla partiendo de una libertad total, que no está ligada tampoco a la ley de las alternativas lógicas. Esta libertad con la que Jesús deja tras de sí todas las leyes, debe parecer a los fariseos destrucción de todo orden, de toda piedad, de toda fe. […] La libertad de Jesús no es la arbitraria elección de una de las innumerables posibilidades, sino que consiste precisamente en la total sencillez de su acción, para la que nunca hay muchas posibilidades, conflictos, alternativas, sino siempre sólo una cosa. Esta cosa única Jesús la llama la voluntad de Dios. Llama alimento suyo el hacer esta voluntad (Jn 4, 34). Esta voluntad de Dios es su vida. Vive y obra partiendo de la voluntad de Dios y no del conocimiento sobre el bien y el mal. Sólo hay una voluntad de Dios. En ella se ha recuperado el origen, en ella se funda la libertad y la sencillez de toda acción.
(«Ética»; pág. 242-245, Editorial Trotta; o pág. 16-18, Editorial Estela)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
[…] Los fariseos no ejemplifican un fenómeno histórico, puramente casual, sino que se trata del hombre, para el que lo importante ha venido a ser exclusivamente el conocimiento acerca del bien y del mal, es decir, simplemente, el hombre de la separación. […] El fariseo es ese hombre digno de la máxima admiración, que sitúa su vida entera bajo su conocimiento sobre el bien y el mal, que por tanto es duro juez tanto de sí mismo como de su prójimo para mayor gloria de Dios, a quien agradece humildemente este sacrificio (Lc 18, 11). Para el fariseo, todo momento de la vida se convierte en situación de conflicto, en la que tiene que elegir entre el bien y el mal. Para no errar, todo su conocimiento está orientado tensamente de día y de noche a meditar sobre la inmensa cantidad de posibles conflictos que tiene que prever, a fin de llegar a una decisión y establecer su propia elección. En todo ello hay que observar innumerables aspectos, hay que ponderarlos, distinguirlos. Cuanto más finas las distinciones, tanto más segura la decisión correcta. […] El que menosprecia estas distinciones, el que no lo piensa todo en cada uno de los casos innumerables de conflicto, peca contra el conocimiento del bien y el mal.
Estos hombres de mirada incorruptiblemente objetiva y desconfiada no pueden enfrentarse con otro hombre sin probarlo en sus decisiones en los conflictos de la vida. Así tienen que hacerlo, no pueden actuar de otra manera, y de este modo también frente a Jesús tratan de empujarlo a conflictos, a decisiones, para ver cómo se las arregla en medio de ellos. En esto consiste su tentación a Jesús. […] Lo decisivo de todas estas discusiones consiste en que Jesús no se dejó arrastrar a una sola de estas decisiones conflictivas. Con cada una de sus respuestas deja detrás de sí el caso en conflicto. […] Al igual que los fariseos no pueden hacer otra cosa que poner a Jesús ante situaciones conflictivas, así Jesús no puede hacer otra cosa que no aceptar precisamente estas situaciones. Al igual que la pregunta y la tentación de los fariseos proviene de la división en el conocimiento sobre el bien y el mal, así la respuesta de Jesús procede de la unión con Dios, con el origen, de la superada separación del hombre respecto de Dios. Los fariseos y Jesús hablan a partir de planos completamente distintos. Por esto sus palabras pasan tan extrañamente de largo unas respecto de las otras, por esto las respuestas de Jesús no parecen respuestas en absoluto, sino auténticos ataques contra los fariseos, los que en realidad, también lo son.
[…] Finalmente todas estas tentaciones se repiten en las cuestiones en las que también nosotros nos enfrentamos con Jesús, en las que en medio de los conflictos le solicitamos una decisión, en las que, por consiguiente, arrastramos a Jesús en nuestras cuestiones, conflictos, disensiones, y exigimos la solución de él. […] Jesús no quiere que se le invoque como juez que decide en las cuestiones de la vida, se niega a dejarse encerrar en las alternativas humanas: «Hombre, ¿quién me ha designado como juez o albacea vuestro?» (Lc 12, 14).
[…] Jesús se dirige totalmente al interrogador. Habla partiendo de una libertad total, que no está ligada tampoco a la ley de las alternativas lógicas. Esta libertad con la que Jesús deja tras de sí todas las leyes, debe parecer a los fariseos destrucción de todo orden, de toda piedad, de toda fe. […] La libertad de Jesús no es la arbitraria elección de una de las innumerables posibilidades, sino que consiste precisamente en la total sencillez de su acción, para la que nunca hay muchas posibilidades, conflictos, alternativas, sino siempre sólo una cosa. Esta cosa única Jesús la llama la voluntad de Dios. Llama alimento suyo el hacer esta voluntad (Jn 4, 34). Esta voluntad de Dios es su vida. Vive y obra partiendo de la voluntad de Dios y no del conocimiento sobre el bien y el mal. Sólo hay una voluntad de Dios. En ella se ha recuperado el origen, en ella se funda la libertad y la sencillez de toda acción.
(«Ética»; pág. 242-245, Editorial Trotta; o pág. 16-18, Editorial Estela)
22.) ¿Qué afirmación en relación a la voluntad de Dios es verdadera?
a) Se realiza en forma de intuición, con exclusión de toda reflexión.
b) Se identifica con lo que piensa el corazón.
c) Es un sistema de reglas establecido de antemano.
d) Es un principio universalmente válido.
e) Todas las anteriores.
f) Sólo 2 de esas anteriores.
g) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
[…] En estos textos hemos visto que experimenta una corrección fundamental la idea de que el conocimiento sencillo de la voluntad de Dios se realizaría en forma de intuición, con exclusión de toda reflexión, en forma de ingenua aprehensión de la primera idea o sentimiento que se impone; […] que sea una cosa evidente y que se identifique con lo que piensa el corazón. […] La voluntad de Dios tampoco es un sistema de reglas establecido de antemano, sino que en las diversas situaciones de la vida es nuevo y diferente en cada caso, por eso es por lo que hay que examinar constantemente cuál es la voluntad de Dios. En este examen tienen que colaborar el corazón, la inteligencia, la observación y la experiencia. Precisamente porque se trata no ya del propio conocimiento acerca del bien y del mal, sino de la voluntad viva de Dios; precisamente porque no está a disposición del hombre, sino que estriba en la gracia de Dios, el conocer su voluntad; y precisamente porque esta gracia es y va a ser nueva cada mañana, por eso hay que tomar tan en serio este examen de la voluntad de Dios. No se puede confundir con la voluntad de Dios ni la voz del corazón, ni cualquier inspiración, ni cualquier principio universalmente válido, pues esa voluntad de Dios se manifiesta siempre de nuevo a quien la examina en cada caso.
(«Ética»; pág. 251-252, Editorial Trotta; o pág. 23-24, Editorial Estela)
a) Se realiza en forma de intuición, con exclusión de toda reflexión.
b) Se identifica con lo que piensa el corazón.
c) Es un sistema de reglas establecido de antemano.
d) Es un principio universalmente válido.
e) Todas las anteriores.
f) Sólo 2 de esas anteriores.
g) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
[…] En estos textos hemos visto que experimenta una corrección fundamental la idea de que el conocimiento sencillo de la voluntad de Dios se realizaría en forma de intuición, con exclusión de toda reflexión, en forma de ingenua aprehensión de la primera idea o sentimiento que se impone; […] que sea una cosa evidente y que se identifique con lo que piensa el corazón. […] La voluntad de Dios tampoco es un sistema de reglas establecido de antemano, sino que en las diversas situaciones de la vida es nuevo y diferente en cada caso, por eso es por lo que hay que examinar constantemente cuál es la voluntad de Dios. En este examen tienen que colaborar el corazón, la inteligencia, la observación y la experiencia. Precisamente porque se trata no ya del propio conocimiento acerca del bien y del mal, sino de la voluntad viva de Dios; precisamente porque no está a disposición del hombre, sino que estriba en la gracia de Dios, el conocer su voluntad; y precisamente porque esta gracia es y va a ser nueva cada mañana, por eso hay que tomar tan en serio este examen de la voluntad de Dios. No se puede confundir con la voluntad de Dios ni la voz del corazón, ni cualquier inspiración, ni cualquier principio universalmente válido, pues esa voluntad de Dios se manifiesta siempre de nuevo a quien la examina en cada caso.
(«Ética»; pág. 251-252, Editorial Trotta; o pág. 23-24, Editorial Estela)
23.) Para examinar cuál es la voluntad de Dios es necesario incluir la mayor cantidad de fuentes de conocimiento acerca de ella.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Por consiguiente no se puede examinar por sí mismo cuál es la voluntad de Dios, partiendo del propio saber del bien y del mal, sino totalmente al contrario, sólo puede hacerlo aquel a quien se le ha privado del propio conocimiento acerca del bien y del mal, y que, por tanto, ha renunciado a saber por sí mismo la voluntad de Dios, aquel que vive ya en la unión de la voluntad de Dios, porque la voluntad de Dios se ha realizado ya en él. Examinar cuál es la voluntad de Dios es solamente posible a raíz del saber acerca de la voluntad de Dios en Jesucristo. Sólo en virtud de Jesucristo, sólo en el ámbito determinado por Jesucristo, sólo «en» Jesucristo se puede examinar cuál es la voluntad de Dios. […] El conocimiento de Jesucristo es no-saber del propio bien y mal, ya que el conocimiento de Jesucristo refiera al hombre totalmente a Jesucristo, por eso surge aquí que debe hacerse cada día un auténtico nuevo examen, que consistirá precisamente en la exclusión de todas las demás fuentes de conocimiento acerca de la voluntad de Dios.
(«Ética»; pág. 252-253, Editorial Trotta; o pág. 24-25, Editorial Estela)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Por consiguiente no se puede examinar por sí mismo cuál es la voluntad de Dios, partiendo del propio saber del bien y del mal, sino totalmente al contrario, sólo puede hacerlo aquel a quien se le ha privado del propio conocimiento acerca del bien y del mal, y que, por tanto, ha renunciado a saber por sí mismo la voluntad de Dios, aquel que vive ya en la unión de la voluntad de Dios, porque la voluntad de Dios se ha realizado ya en él. Examinar cuál es la voluntad de Dios es solamente posible a raíz del saber acerca de la voluntad de Dios en Jesucristo. Sólo en virtud de Jesucristo, sólo en el ámbito determinado por Jesucristo, sólo «en» Jesucristo se puede examinar cuál es la voluntad de Dios. […] El conocimiento de Jesucristo es no-saber del propio bien y mal, ya que el conocimiento de Jesucristo refiera al hombre totalmente a Jesucristo, por eso surge aquí que debe hacerse cada día un auténtico nuevo examen, que consistirá precisamente en la exclusión de todas las demás fuentes de conocimiento acerca de la voluntad de Dios.
(«Ética»; pág. 252-253, Editorial Trotta; o pág. 24-25, Editorial Estela)
24.) ¿Qué es el amor?
a) Una determinada conducta humana. (Si eligió esta alternativa, especifique qué conducta.)
b) Una determinada manera de pensar. (Si eligió esta alternativa, especifique qué manera de pensar.)
c) Una entrega.
d) Un sacrificio.
e) Una voluntad de comunidad.
f) Un determinado sentimiento. (Si eligió esta alternativa, especifique qué sentimiento.)
g) Una fraternidad.
h) Un servicio. (Si eligió esta alternativa, especifique qué servicio.)
i) Una acción. (Si eligió esta alternativa, especifique qué acción.)
j) Una entrega hasta la muerte.
k) Todas las anteriores.
l) Sólo 3 de esas anteriores.
m) Sólo 5 de esas anteriores.
n) Sólo 7 de esas anteriores.
o) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
«Y si yo pudiera profetizar y supiera todos los misterios y todo conocimiento, y tuviera toda la fe de manera que pudiera trasladar montañas, pero no tuviera amor, yo sería nada. Y si diera todos mis bienes a las pobres y dejara que mi cuerpo fuera pasto de las llamas, pero no tuviera amor, todo eso nada me aprovecharía» (1 Cor 13, 2-3). Aquí se pronuncia la palabra decisiva con la que el hombre de la división se distingue del hombre unido al origen: el amor. Hay un conocimiento de Cristo, hay una fe poderosa en Cristo, hay un sentimiento y una entrega de amor hasta la muerte –sin amor–. Esto es así. Sin este «amor» todo se descompone y todo es recusable, en este amor todo está unido y todo es agradable a Dios. ¿Qué es este amor?
De acuerdo con todo lo que hemos dicho hasta ahora, prescindimos aquí de todas las definiciones que tratan de entender la esencia del amor como una conducta humana, como manera de pensar, como entrega, como sacrificio, como voluntad de comunidad, como sentimiento, como fraternidad, como servicio, como acción. Todo esto, sin excepción –así acabamos de escucharlo–, se puede dar sin «amor». Todo lo que estamos habituados a llamar amor, lo que vive en los abismos del alma y en la acción visible, incluso lo que procede del corazón piadoso en el servicio fraternal –puede ser sin amor–, y esto no porque en toda conducta humana siempre hay presente un «resto» de amor propio que obscurece completamente el amor, sino porque el amor es algo completamente diferente de lo que se entiende por estas cosas. Amor tampoco es la relación inmediata de personas, el penetrar en lo personal, en lo individual en oposición a la ley de lo objetivo, del orden impersonal. […]
Por consiguiente si no hay una conducta humana imaginable que en cuanto tal pueda llamarse unívocamente «amor», si el «amor» está más allá de toda división en la que vive el hombre, y si todo lo que el hombre puede entender y practicar como amor sólo puede imaginarse como proceder humano dentro de la división dada, entonces subsiste aquí el enigma, la cuestión abierta acerca de qué puede ser el «amor» para la Biblia.
La Biblia no nos niega la respuesta. Incluso nos es suficientemente conocida, sólo que muchas veces la interpretamos mal. Ella dice: «Dios es amor» (1 Jn 4, 16). Por razón de amor tenemos que leer primeramente esta frase acentuando la palabra Dios, mientras que nos hemos acostumbrado a acentuar la palabra amor. Dios es amor, es decir, no es un comportamiento humano, un sentimiento, una acción, sino que Dios mismo es amor. Sólo quien conoce a Dios sabe lo que es amor, pero no al revés: no se sabe primeramente –por mediación de la naturaleza– lo que es amor y, a partir de aquí, lo que es Dios. Nadie conoce a Dios a menos que Dios se le revele (1 Jn 4, 7-8). Así nadie sabe lo que es amor, a menos que se le manifieste en la auto-revelación de Dios. Así pues, el amor es revelación de Dios. Pero revelación de Dios es Jesucristo. «En esto se ha revelado el amor de Dios hacia nosotros, que Dios ha enviado al mundo a su hijo unigénito, para que tengamos vida por él» (1 Jn 4, 9). La revelación de Dios es Jesucristo, la revelación divina de su amor precede a nuestro amor a él. No en nosotros, sino en Dios tiene su origen el amor; el amor no es un comportamiento de los hombres sino un comportamiento de Dios. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hemos amado a Dios, sino que él nos ha amado y ha enviado a su hijo para el perdón de nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). Lo que es el amor sólo lo conocemos en Jesucristo, y además en su acción por nosotros. «En esto hemos conocido el amor, en que él ha dado su vida por nosotros» (1 Jn 3, 16). Tampoco aquí se da una definición general del amor por ejemplo en el sentido de que es la entrega de la vida por los demás. Aquí no se llama amor a esto tan general, sino a lo total y absolutamente único de la entrega de la vida de Jesucristo por nosotros. El amor está indisolublemente ligado al nombre de Jesucristo como revelación de Dios. A la pregunta de qué es amor, el Nuevo Testamento responde de una manera completamente clara, al referirse exclusivamente a Jesucristo. Él es la única definición del amor. Pero a su vez confundiríamos todo si de la mirada a Jesucristo y a su acción y pasión fuéramos a sacar una definición general del amor. No lo que él hace y padece, sino lo que él hace y padece es el amor. Amor es siempre él mismo. El amor es siempre Dios mismo. El amor es siempre revelación de Dios en Jesucristo. […]
Él es el único fundamento, la única verdad y la única realidad del amor, de tal manera que todo pensamiento natural sobre el amor tiene verdad y realidad en tanto participa de este origen suyo, es decir, del amor que Dios mismo es en Jesucristo.
(«Ética»; pág. 260-263, Editorial Trotta; o pág. 31-34, Editorial Estela)
a) Una determinada conducta humana. (Si eligió esta alternativa, especifique qué conducta.)
b) Una determinada manera de pensar. (Si eligió esta alternativa, especifique qué manera de pensar.)
c) Una entrega.
d) Un sacrificio.
e) Una voluntad de comunidad.
f) Un determinado sentimiento. (Si eligió esta alternativa, especifique qué sentimiento.)
g) Una fraternidad.
h) Un servicio. (Si eligió esta alternativa, especifique qué servicio.)
i) Una acción. (Si eligió esta alternativa, especifique qué acción.)
j) Una entrega hasta la muerte.
k) Todas las anteriores.
l) Sólo 3 de esas anteriores.
m) Sólo 5 de esas anteriores.
n) Sólo 7 de esas anteriores.
o) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
«Y si yo pudiera profetizar y supiera todos los misterios y todo conocimiento, y tuviera toda la fe de manera que pudiera trasladar montañas, pero no tuviera amor, yo sería nada. Y si diera todos mis bienes a las pobres y dejara que mi cuerpo fuera pasto de las llamas, pero no tuviera amor, todo eso nada me aprovecharía» (1 Cor 13, 2-3). Aquí se pronuncia la palabra decisiva con la que el hombre de la división se distingue del hombre unido al origen: el amor. Hay un conocimiento de Cristo, hay una fe poderosa en Cristo, hay un sentimiento y una entrega de amor hasta la muerte –sin amor–. Esto es así. Sin este «amor» todo se descompone y todo es recusable, en este amor todo está unido y todo es agradable a Dios. ¿Qué es este amor?
De acuerdo con todo lo que hemos dicho hasta ahora, prescindimos aquí de todas las definiciones que tratan de entender la esencia del amor como una conducta humana, como manera de pensar, como entrega, como sacrificio, como voluntad de comunidad, como sentimiento, como fraternidad, como servicio, como acción. Todo esto, sin excepción –así acabamos de escucharlo–, se puede dar sin «amor». Todo lo que estamos habituados a llamar amor, lo que vive en los abismos del alma y en la acción visible, incluso lo que procede del corazón piadoso en el servicio fraternal –puede ser sin amor–, y esto no porque en toda conducta humana siempre hay presente un «resto» de amor propio que obscurece completamente el amor, sino porque el amor es algo completamente diferente de lo que se entiende por estas cosas. Amor tampoco es la relación inmediata de personas, el penetrar en lo personal, en lo individual en oposición a la ley de lo objetivo, del orden impersonal. […]
Por consiguiente si no hay una conducta humana imaginable que en cuanto tal pueda llamarse unívocamente «amor», si el «amor» está más allá de toda división en la que vive el hombre, y si todo lo que el hombre puede entender y practicar como amor sólo puede imaginarse como proceder humano dentro de la división dada, entonces subsiste aquí el enigma, la cuestión abierta acerca de qué puede ser el «amor» para la Biblia.
La Biblia no nos niega la respuesta. Incluso nos es suficientemente conocida, sólo que muchas veces la interpretamos mal. Ella dice: «Dios es amor» (1 Jn 4, 16). Por razón de amor tenemos que leer primeramente esta frase acentuando la palabra Dios, mientras que nos hemos acostumbrado a acentuar la palabra amor. Dios es amor, es decir, no es un comportamiento humano, un sentimiento, una acción, sino que Dios mismo es amor. Sólo quien conoce a Dios sabe lo que es amor, pero no al revés: no se sabe primeramente –por mediación de la naturaleza– lo que es amor y, a partir de aquí, lo que es Dios. Nadie conoce a Dios a menos que Dios se le revele (1 Jn 4, 7-8). Así nadie sabe lo que es amor, a menos que se le manifieste en la auto-revelación de Dios. Así pues, el amor es revelación de Dios. Pero revelación de Dios es Jesucristo. «En esto se ha revelado el amor de Dios hacia nosotros, que Dios ha enviado al mundo a su hijo unigénito, para que tengamos vida por él» (1 Jn 4, 9). La revelación de Dios es Jesucristo, la revelación divina de su amor precede a nuestro amor a él. No en nosotros, sino en Dios tiene su origen el amor; el amor no es un comportamiento de los hombres sino un comportamiento de Dios. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hemos amado a Dios, sino que él nos ha amado y ha enviado a su hijo para el perdón de nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). Lo que es el amor sólo lo conocemos en Jesucristo, y además en su acción por nosotros. «En esto hemos conocido el amor, en que él ha dado su vida por nosotros» (1 Jn 3, 16). Tampoco aquí se da una definición general del amor por ejemplo en el sentido de que es la entrega de la vida por los demás. Aquí no se llama amor a esto tan general, sino a lo total y absolutamente único de la entrega de la vida de Jesucristo por nosotros. El amor está indisolublemente ligado al nombre de Jesucristo como revelación de Dios. A la pregunta de qué es amor, el Nuevo Testamento responde de una manera completamente clara, al referirse exclusivamente a Jesucristo. Él es la única definición del amor. Pero a su vez confundiríamos todo si de la mirada a Jesucristo y a su acción y pasión fuéramos a sacar una definición general del amor. No lo que él hace y padece, sino lo que él hace y padece es el amor. Amor es siempre él mismo. El amor es siempre Dios mismo. El amor es siempre revelación de Dios en Jesucristo. […]
Él es el único fundamento, la única verdad y la única realidad del amor, de tal manera que todo pensamiento natural sobre el amor tiene verdad y realidad en tanto participa de este origen suyo, es decir, del amor que Dios mismo es en Jesucristo.
(«Ética»; pág. 260-263, Editorial Trotta; o pág. 31-34, Editorial Estela)
25.) Debemos esforzarnos por avanzar por encima de nuestro ser de hombres, esforzarnos por trascender al hombre.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Ecce homo!: Ved al Dios hecho hombre, el misterio inescrutable del amor de Dios al mundo. Dios ama a los hombres. Dios ama al mundo. No a un hombre ideal, sino al hombre tal cual es, no a un mundo ideal, sino al mundo real. Lo que es espantoso y horrible para nosotros a causa de su impiedad, aquello de lo que nos apartamos con dolor y hostilidad, el hombre real, el mundo real, es para Dios motivo de insondable amor, con él se une de la manera más íntima. Dios se hace hombre, hombre real. Mientras nosotros nos esforzamos por avanzar por encima de nuestro ser de hombres, por dejar al hombre tras nosotros, Dios se hace hombre y debemos saber que Dios quiere que también nosotros seamos hombres, seamos hombres reales. Mientras nosotros distinguimos entre hombres piadosos e impíos, buenos y malos, nobles y corrientes, Dios ama sin distinción al hombre real. Él no tolera que dividamos al mundo y a los hombres de acuerdo con nuestros criterios y nos erijamos en jueces de ellos. Él nos conduce ad absurdum, al hacerse él mismo hombre real y compañero de los pecadores, y al obligarnos con ello a convertirnos en jueces de Dios. Dios se pone al lado del hombre real y del mundo real contra sus detractores. Él se deja acusar junto con los hombres, con el mundo, y de este modo convierte a sus jueces en acusados. […]
Por amor al hombre Dios se convierte en hombre. No busca para sí el hombre más perfecto para unirse a él, sino que toma la naturaleza humana, tal como es. Jesucristo no es la transfiguración de una elevada humanidad, sino el sí de Dios al hombre real. […]
Sólo por la encarnación de Dios es posible conocer al hombre real y no despreciarlo. El hombre real puede vivir ante Dios, y nosotros debemos permitir al hombre real vivir ante Dios junto a nosotros, sin despreciarlo ni divinizarlo. No como si lo real fuera un valor por sí, sino sólo porque Dios ha amado y ha acogido al hombre real. La razón del amor de Dios hacia el hombre reside no en el hombre, sino exclusivamente en Dios mismo. La razón, por la que nosotros debemos vivir como hombres reales y debemos amar al hombre real que está junto a nosotros, reside una vez más, exclusivamente, en la encarnación de Dios, en el insondable amor de Dios al hombre. […]
El hombre debe y puede ser hombre. Toda pretensión de superhombre, todo esfuerzo por trascender al hombre, todo afán de ser héroes, toda existencia semidivina está de sobra en el hombre, pues no es verdadera. El hombre real no es ni objeto de desprecio ni de divinización, sino objeto del amor de Dios. […]
Una vez más, el hombre no queda transformado en una figura que le es extraña, la figura de Dios, sino en la suya propia, la que le corresponde y le es esencial. El hombre se convierte en hombre porque Dios se hizo hombre. Pero el hombre no se convierte en Dios. Por consiguiente él no pudo ni puede realizar la transformación de su figura, sino que el mismo Dios transforma su figura en la figura del hombre, no para que el hombre se convierta en Dios, sino para que el hombre se convierta en hombre ante Dios.
(«Ética»; pág. 69-70, 72, 78-79, Editorial Trotta; o pág. 48-50, 55-56, Editorial Estela)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Ecce homo!: Ved al Dios hecho hombre, el misterio inescrutable del amor de Dios al mundo. Dios ama a los hombres. Dios ama al mundo. No a un hombre ideal, sino al hombre tal cual es, no a un mundo ideal, sino al mundo real. Lo que es espantoso y horrible para nosotros a causa de su impiedad, aquello de lo que nos apartamos con dolor y hostilidad, el hombre real, el mundo real, es para Dios motivo de insondable amor, con él se une de la manera más íntima. Dios se hace hombre, hombre real. Mientras nosotros nos esforzamos por avanzar por encima de nuestro ser de hombres, por dejar al hombre tras nosotros, Dios se hace hombre y debemos saber que Dios quiere que también nosotros seamos hombres, seamos hombres reales. Mientras nosotros distinguimos entre hombres piadosos e impíos, buenos y malos, nobles y corrientes, Dios ama sin distinción al hombre real. Él no tolera que dividamos al mundo y a los hombres de acuerdo con nuestros criterios y nos erijamos en jueces de ellos. Él nos conduce ad absurdum, al hacerse él mismo hombre real y compañero de los pecadores, y al obligarnos con ello a convertirnos en jueces de Dios. Dios se pone al lado del hombre real y del mundo real contra sus detractores. Él se deja acusar junto con los hombres, con el mundo, y de este modo convierte a sus jueces en acusados. […]
Por amor al hombre Dios se convierte en hombre. No busca para sí el hombre más perfecto para unirse a él, sino que toma la naturaleza humana, tal como es. Jesucristo no es la transfiguración de una elevada humanidad, sino el sí de Dios al hombre real. […]
Sólo por la encarnación de Dios es posible conocer al hombre real y no despreciarlo. El hombre real puede vivir ante Dios, y nosotros debemos permitir al hombre real vivir ante Dios junto a nosotros, sin despreciarlo ni divinizarlo. No como si lo real fuera un valor por sí, sino sólo porque Dios ha amado y ha acogido al hombre real. La razón del amor de Dios hacia el hombre reside no en el hombre, sino exclusivamente en Dios mismo. La razón, por la que nosotros debemos vivir como hombres reales y debemos amar al hombre real que está junto a nosotros, reside una vez más, exclusivamente, en la encarnación de Dios, en el insondable amor de Dios al hombre. […]
El hombre debe y puede ser hombre. Toda pretensión de superhombre, todo esfuerzo por trascender al hombre, todo afán de ser héroes, toda existencia semidivina está de sobra en el hombre, pues no es verdadera. El hombre real no es ni objeto de desprecio ni de divinización, sino objeto del amor de Dios. […]
Una vez más, el hombre no queda transformado en una figura que le es extraña, la figura de Dios, sino en la suya propia, la que le corresponde y le es esencial. El hombre se convierte en hombre porque Dios se hizo hombre. Pero el hombre no se convierte en Dios. Por consiguiente él no pudo ni puede realizar la transformación de su figura, sino que el mismo Dios transforma su figura en la figura del hombre, no para que el hombre se convierta en Dios, sino para que el hombre se convierta en hombre ante Dios.
(«Ética»; pág. 69-70, 72, 78-79, Editorial Trotta; o pág. 48-50, 55-56, Editorial Estela)
26.) Debemos tener un pensamiento orientado en el sentido del éxito.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
La figura del juzgado y crucificado es extraña y, en el mejor de los casos, digna de compasión para un mundo en el que el éxito es la medida y justificación de todas las cosas. El mundo quiere y debe ser vencido por el éxito. No son las ideas o los sentimientos sino las acciones los que deciden. Sólo el éxito justifica la injusticia realizada. La culpa cicatriza en el éxito. […] Ningún poder de la tierra osará atribuirse con tanta libertad y autonomía el principio de que el fin justifica los medios, como lo hace la historia. […]
Allí donde la figura de alguien exitoso se hace especialmente visible, la mayoría comete el pecado de la idolatría del éxito. Se convierte en ciega ante el derecho y la injusticia, verdad y mentira, decencia e infamia. La mayoría sólo ve la acción, el éxito. La capacidad de juicio ético e intelectual se mella ante el brillo del éxito y ante el deseo de participar de algún modo de este éxito. Hasta se llega a ignorar que la culpa cicatriza con el éxito, precisamente porque ya no se conoce la culpa. El éxito es el bien sin más. Esta actitud es excusable y auténtica sólo en el estado de embriaguez. Después de haberse impuesto la lucidez se la puede adquirir solamente en el caso de una profunda mendacidad interna, de un conciente autoengaño. Entonces se llega a una corrupción interna de la que es muy difícil lograr la curación. […]
La figura del Crucificado desvirtúa totalmente todo pensamiento orientado en el sentido del éxito, pues es una negación del juicio. Ni el triunfo del exitoso ni el odio amargo del fracasado contra el exitoso podrán vencer al mundo. Jesús no es ciertamente abogado de los exitosos en la historia, pero tampoco dirige la insurrección de las existencias fracasadas contra los que tuvieron éxito. En él no se trata de éxito o fracaso, sino de la aceptación voluntaria del juicio de Dios. Sólo en el juicio se da la reconciliación con Dios y entre los hombres. A todo pensamiento en torno al éxito y fracaso Cristo contrapone al hombre juzgado por Dios, tanto exitoso como fracasado. Dios juzga al hombre porque por puro amor quiere que el hombre siga existiendo ante él. Se trata de un juicio de gracia, que Dios en Cristo trae a los hombres. Frente al exitoso, Dios muestra en la cruz de Cristo la santificación del dolor, de la bajeza, del fracaso, de la pobreza, de la soledad, de la desesperación. No como si todo esto tuviera valor en sí mismo, sino que todo ello se santifica por el amor de Dios, que lo toma sobre sí a modo de juicio. El sí de Dios a la cruz es el juicio sobre el exitoso. […] El que precisamente entonces la cruz de Cristo, es decir, su fracaso en el mundo, conduzca nuevamente al éxito histórico es un misterio del gobierno divino del mundo, del que no puede establecerse regla alguna, pero que se repite una y otra vez en los sufrimientos de su comunidad.
(«Ética»; pág. 73-75, Editorial Trotta; o pág. 51-53, Editorial Estela)
27.) ¿Qué afirmación en relación a la configuración es verdadera?
a) El mundo debe ser configurado con la doctrina de Cristo, con los principios cristianos.
b) El hombre se configura en la figura de Jesucristo gracias a sus esfuerzos «de asemejarse a Jesús», de imitarlo.
c) Todas las anteriores.
d) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Hay que entender por «configuración» algo muy distinto de lo que estamos habituados a entender con esa expresión; y, de hecho, la Sagrada Escritura habla de configuración en un sentido a primera vista totalmente extraño para nosotros. En primer término no se trata en la Escritura de configuración del mundo mediante planificación y programas, sino que en toda configuración se trata solamente de la única figura que ha vencido al mundo (cf. Jn 16, 33), de la figura de Jesucristo. Sólo hay configuración a partir de él, pero no de tal manera que la doctrina de Cristo o los llamados principios cristianos deban aplicarse de manera directa al mundo y éste deba ser configurado de acuerdo con ellos. Sólo se da la configuración en la incorporación en la figura de Jesucristo, en la configuración con la única figura del que se hizo hombre, fue crucificado y resucitó. Esto no tiene lugar gracias a los esfuerzos «de asemejarse a Jesús», como acostumbramos a expresarlo, sino gracias a que la forma de Jesucristo influye por sí misma en nosotros de tal manera que determina nuestra forma de acuerdo con la suya (Gál 4, 19). Cristo es el único configurador. No son los cristianos los que configuran el mundo con sus ideas, sino que es Cristo el que configura a los hombres para que se conformen a él. Pero cuando se concibe a Cristo como el maestro de una vida piadosa y buena, se desconoce la figura de Cristo; así mismo se interpretaría erróneamente la configuración del hombre si se viera en ella un compendio de una vida piadosa y buena. Cristo es el Encarnado, el Crucificado y el Resucitado, tal como le confiesa y proclama la fe cristiana. Transformarse en la figura de Cristo, tal como habla la Biblia (cf. 2 Cor 3, 18; Flp 3, 10; Rom 8, 29; 12, 2), es el sentido de la configuración. […]
La figura de Jesucristo se configura en el hombre. El hombre no adquiere una figura propia, autónoma, sino que lo que le confiere figura y le mantiene en la nueva figura es solamente la figura del mismo Jesucristo. No se trata por consiguiente de una imitación, de una reproducción de su figura, sino que su propia figura se configura en el hombre.
(«Ética»; pág. 77-79, Editorial Trotta; o pág. 54-56, Editorial Estela)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
La figura del juzgado y crucificado es extraña y, en el mejor de los casos, digna de compasión para un mundo en el que el éxito es la medida y justificación de todas las cosas. El mundo quiere y debe ser vencido por el éxito. No son las ideas o los sentimientos sino las acciones los que deciden. Sólo el éxito justifica la injusticia realizada. La culpa cicatriza en el éxito. […] Ningún poder de la tierra osará atribuirse con tanta libertad y autonomía el principio de que el fin justifica los medios, como lo hace la historia. […]
Allí donde la figura de alguien exitoso se hace especialmente visible, la mayoría comete el pecado de la idolatría del éxito. Se convierte en ciega ante el derecho y la injusticia, verdad y mentira, decencia e infamia. La mayoría sólo ve la acción, el éxito. La capacidad de juicio ético e intelectual se mella ante el brillo del éxito y ante el deseo de participar de algún modo de este éxito. Hasta se llega a ignorar que la culpa cicatriza con el éxito, precisamente porque ya no se conoce la culpa. El éxito es el bien sin más. Esta actitud es excusable y auténtica sólo en el estado de embriaguez. Después de haberse impuesto la lucidez se la puede adquirir solamente en el caso de una profunda mendacidad interna, de un conciente autoengaño. Entonces se llega a una corrupción interna de la que es muy difícil lograr la curación. […]
La figura del Crucificado desvirtúa totalmente todo pensamiento orientado en el sentido del éxito, pues es una negación del juicio. Ni el triunfo del exitoso ni el odio amargo del fracasado contra el exitoso podrán vencer al mundo. Jesús no es ciertamente abogado de los exitosos en la historia, pero tampoco dirige la insurrección de las existencias fracasadas contra los que tuvieron éxito. En él no se trata de éxito o fracaso, sino de la aceptación voluntaria del juicio de Dios. Sólo en el juicio se da la reconciliación con Dios y entre los hombres. A todo pensamiento en torno al éxito y fracaso Cristo contrapone al hombre juzgado por Dios, tanto exitoso como fracasado. Dios juzga al hombre porque por puro amor quiere que el hombre siga existiendo ante él. Se trata de un juicio de gracia, que Dios en Cristo trae a los hombres. Frente al exitoso, Dios muestra en la cruz de Cristo la santificación del dolor, de la bajeza, del fracaso, de la pobreza, de la soledad, de la desesperación. No como si todo esto tuviera valor en sí mismo, sino que todo ello se santifica por el amor de Dios, que lo toma sobre sí a modo de juicio. El sí de Dios a la cruz es el juicio sobre el exitoso. […] El que precisamente entonces la cruz de Cristo, es decir, su fracaso en el mundo, conduzca nuevamente al éxito histórico es un misterio del gobierno divino del mundo, del que no puede establecerse regla alguna, pero que se repite una y otra vez en los sufrimientos de su comunidad.
(«Ética»; pág. 73-75, Editorial Trotta; o pág. 51-53, Editorial Estela)
27.) ¿Qué afirmación en relación a la configuración es verdadera?
a) El mundo debe ser configurado con la doctrina de Cristo, con los principios cristianos.
b) El hombre se configura en la figura de Jesucristo gracias a sus esfuerzos «de asemejarse a Jesús», de imitarlo.
c) Todas las anteriores.
d) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Hay que entender por «configuración» algo muy distinto de lo que estamos habituados a entender con esa expresión; y, de hecho, la Sagrada Escritura habla de configuración en un sentido a primera vista totalmente extraño para nosotros. En primer término no se trata en la Escritura de configuración del mundo mediante planificación y programas, sino que en toda configuración se trata solamente de la única figura que ha vencido al mundo (cf. Jn 16, 33), de la figura de Jesucristo. Sólo hay configuración a partir de él, pero no de tal manera que la doctrina de Cristo o los llamados principios cristianos deban aplicarse de manera directa al mundo y éste deba ser configurado de acuerdo con ellos. Sólo se da la configuración en la incorporación en la figura de Jesucristo, en la configuración con la única figura del que se hizo hombre, fue crucificado y resucitó. Esto no tiene lugar gracias a los esfuerzos «de asemejarse a Jesús», como acostumbramos a expresarlo, sino gracias a que la forma de Jesucristo influye por sí misma en nosotros de tal manera que determina nuestra forma de acuerdo con la suya (Gál 4, 19). Cristo es el único configurador. No son los cristianos los que configuran el mundo con sus ideas, sino que es Cristo el que configura a los hombres para que se conformen a él. Pero cuando se concibe a Cristo como el maestro de una vida piadosa y buena, se desconoce la figura de Cristo; así mismo se interpretaría erróneamente la configuración del hombre si se viera en ella un compendio de una vida piadosa y buena. Cristo es el Encarnado, el Crucificado y el Resucitado, tal como le confiesa y proclama la fe cristiana. Transformarse en la figura de Cristo, tal como habla la Biblia (cf. 2 Cor 3, 18; Flp 3, 10; Rom 8, 29; 12, 2), es el sentido de la configuración. […]
La figura de Jesucristo se configura en el hombre. El hombre no adquiere una figura propia, autónoma, sino que lo que le confiere figura y le mantiene en la nueva figura es solamente la figura del mismo Jesucristo. No se trata por consiguiente de una imitación, de una reproducción de su figura, sino que su propia figura se configura en el hombre.
(«Ética»; pág. 77-79, Editorial Trotta; o pág. 54-56, Editorial Estela)
28.) Cristo desea de que seamos:
a) Discípulos de un principio de acuerdo con el cual debería ser configurado todo el mundo.
b) Representantes de un sistema de lo que sería bueno hoy, aquí y en todos los tiempos.
c) Defensores de una ética que, cueste lo que cueste, debería practicarse.
d) Todas las anteriores.
e) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Sin embargo, Cristo no es un principio de acuerdo con el cual debería ser configurado todo el mundo. Cristo no proclama un sistema de lo que sería bueno hoy, aquí y en todos los tiempos. Cristo no enseña una ética abstracta que, cueste lo que cueste, debería practicarse. Cristo no fue esencialmente maestro, legislador, sino hombre, hombre real como nosotros. Por eso mismo no quiere que nosotros seamos en nuestro tiempo discípulos, representantes, defensores de una determinada doctrina, sino hombres, hombres reales ante Dios. Cristo no amó, como un hombre ético, una teoría sobre el bien, sino que amó al hombre real. No tuvo interés como un filósofo en lo que «es universalmente válido», sino en lo que sirve al hombre real y concreto. No le preocupó el saber «si la máxima de una conducta se puede convertir en un principio de una legislación universal» [Kant], sino si mi conducta ahora ayuda al prójimo a ser un hombre ante Dios. Por cierto que no es: Dios se hizo una idea, un principio, un programa, algo universalmente válido, una ley, sino que Dios se hizo hombre.
(«Ética»; pág. 81, Editorial Trotta; o pág. 58, Editorial Estela)
a) Discípulos de un principio de acuerdo con el cual debería ser configurado todo el mundo.
b) Representantes de un sistema de lo que sería bueno hoy, aquí y en todos los tiempos.
c) Defensores de una ética que, cueste lo que cueste, debería practicarse.
d) Todas las anteriores.
e) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Sin embargo, Cristo no es un principio de acuerdo con el cual debería ser configurado todo el mundo. Cristo no proclama un sistema de lo que sería bueno hoy, aquí y en todos los tiempos. Cristo no enseña una ética abstracta que, cueste lo que cueste, debería practicarse. Cristo no fue esencialmente maestro, legislador, sino hombre, hombre real como nosotros. Por eso mismo no quiere que nosotros seamos en nuestro tiempo discípulos, representantes, defensores de una determinada doctrina, sino hombres, hombres reales ante Dios. Cristo no amó, como un hombre ético, una teoría sobre el bien, sino que amó al hombre real. No tuvo interés como un filósofo en lo que «es universalmente válido», sino en lo que sirve al hombre real y concreto. No le preocupó el saber «si la máxima de una conducta se puede convertir en un principio de una legislación universal» [Kant], sino si mi conducta ahora ayuda al prójimo a ser un hombre ante Dios. Por cierto que no es: Dios se hizo una idea, un principio, un programa, algo universalmente válido, una ley, sino que Dios se hizo hombre.
(«Ética»; pág. 81, Editorial Trotta; o pág. 58, Editorial Estela)
29.) El mundo está en relación con Cristo.
a) Falso
b) Verdadero
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
[…] Toda la historia medieval se centra en torno al tema del dominio del ámbito espiritual sobre el temporal, delregnum gratiae sobre el regnum naturae, así como la era moderna se caracteriza por una autonomización progresiva de lo temporal frente a lo espiritual. Mientras Cristo y el mundo se conciban como dos ámbitos que chocan entre sí y se excluyen mutuamente, al hombre le queda tan sólo esta posibilidad: renunciando al conjunto de la realidad, situarse en uno de los dos ámbitos, es decir, o quiere a Cristo sin el mundo, o quiere al mundo sin Cristo. En ambos casos se engaña a sí mismo. O quiere el hombre estar en los dos ámbitos a la vez, y de esta forma llegará a ser el hombre del eterno conflicto. […]
[…] No hay dos realidades, sino solamente una realidad, y esta es la realidad de Dios en la realidad del mundo, que se ha revelado en Cristo. La realidad de Cristo abarca en sí la realidad del mundo. El mundo no tiene una realidad propia independiente de la revelación de Dios en Cristo. Es una negación de la revelación de Dios en Jesucristo querer ser «cristiano" sin ser «mundano", o querer ser mundano sin ver y conocer al mundo. Por tanto no hay dos ámbitos sinosolamente el ámbito único de la realidad de Cristo, en el que la realidad del mundo y la realidad de Dios están unidas entre sí. Así vemos que el tema de los dos ámbitos, que ha dominado constantemente la historia de la Iglesia, es ajeno al Nuevo Testamento. Aquí se trata exclusivamente de la realización de la realidad de Cristo en el mundo actual, que ya se halla incluido, poseído y ocupado por ella. No se trata de dos ámbitos que concurren y se disputan los límites fronterizos de ambos, de modo que la cuestión de los límites continúe siendo decisiva en la historia, sino que toda la realidad del mundo ha sido y está ya incorporada en Cristo, ha sido recapitulada en él, y sólo a partir de este centro y en dirección a este centro marcha el movimiento de la historia. […]
[…] El mundo no está dividido entre Cristo y el demonio, sino que es total y absolutamente el mundo de Cristo, ya sea que el mundo lo conozca o no. Al mundo hay que interpelarlo en orden a esta su realidad en Cristo y de este modo hay que destruir la falsa realidad que cree tener en sí mismo o en el demonio. No se puede entregar el mundo malo y tenebroso al demonio, sino que hay que reclamarlo para el que lo adquirió para sí por su venida en la carne, por su muerte y su resurrección. Cristo no cede nada de lo que adquirió, sino que lo mantiene firmemente en sus manos. […]
[…] En el cuerpo de Jesucristo, Dios se unió con la humanidad, toda la humanidad fue asumida por Dios, el mundo se reconcilió con Dios. En el cuerpo de Jesucristo, Dios tomó los pecados de todo el mundo sobre sí, y los llevó. No hay un fragmento del mundo, por muy perdido, por muy impío que sea, que no haya sido acogido por Dios en Jesucristo, que no haya sido reconciliado con Dios. Quien contempla el cuerpo de Jesucristo en la fe, ya no puede hablar del mundo como si estuviera perdido, como si estuviera separado de Cristo, ya no puede separarse del mundo con soberbia clerical. El mundo pertenece a Cristo, y sólo en Cristo es lo que es. Por eso no necesita menos que a Cristo mismo. Todo se corrompería si se quisiera reservar a Jesucristo para la Iglesia. […] Cristo ha muerto por el mundo, y sólo en medio del mundo Cristo es Cristo. […]
El mundo, al igual que todo lo creado, ha sido creado por Cristo y en orden a Cristo, y tiene su consistencia exclusivamente en Cristo (Jn 1, 10; Col 1, 16). Hablar del mundo sin Cristo es pura abstracción. El mundo está en relación con Cristo, lo sepa o no lo sepa.
(«Ética»; pág. 49-50, 55-57, Editorial Trotta; o pág. 137-138, 142-144, Editorial Estela)
a) Falso
b) Verdadero
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
[…] Toda la historia medieval se centra en torno al tema del dominio del ámbito espiritual sobre el temporal, delregnum gratiae sobre el regnum naturae, así como la era moderna se caracteriza por una autonomización progresiva de lo temporal frente a lo espiritual. Mientras Cristo y el mundo se conciban como dos ámbitos que chocan entre sí y se excluyen mutuamente, al hombre le queda tan sólo esta posibilidad: renunciando al conjunto de la realidad, situarse en uno de los dos ámbitos, es decir, o quiere a Cristo sin el mundo, o quiere al mundo sin Cristo. En ambos casos se engaña a sí mismo. O quiere el hombre estar en los dos ámbitos a la vez, y de esta forma llegará a ser el hombre del eterno conflicto. […]
[…] No hay dos realidades, sino solamente una realidad, y esta es la realidad de Dios en la realidad del mundo, que se ha revelado en Cristo. La realidad de Cristo abarca en sí la realidad del mundo. El mundo no tiene una realidad propia independiente de la revelación de Dios en Cristo. Es una negación de la revelación de Dios en Jesucristo querer ser «cristiano" sin ser «mundano", o querer ser mundano sin ver y conocer al mundo. Por tanto no hay dos ámbitos sinosolamente el ámbito único de la realidad de Cristo, en el que la realidad del mundo y la realidad de Dios están unidas entre sí. Así vemos que el tema de los dos ámbitos, que ha dominado constantemente la historia de la Iglesia, es ajeno al Nuevo Testamento. Aquí se trata exclusivamente de la realización de la realidad de Cristo en el mundo actual, que ya se halla incluido, poseído y ocupado por ella. No se trata de dos ámbitos que concurren y se disputan los límites fronterizos de ambos, de modo que la cuestión de los límites continúe siendo decisiva en la historia, sino que toda la realidad del mundo ha sido y está ya incorporada en Cristo, ha sido recapitulada en él, y sólo a partir de este centro y en dirección a este centro marcha el movimiento de la historia. […]
[…] El mundo no está dividido entre Cristo y el demonio, sino que es total y absolutamente el mundo de Cristo, ya sea que el mundo lo conozca o no. Al mundo hay que interpelarlo en orden a esta su realidad en Cristo y de este modo hay que destruir la falsa realidad que cree tener en sí mismo o en el demonio. No se puede entregar el mundo malo y tenebroso al demonio, sino que hay que reclamarlo para el que lo adquirió para sí por su venida en la carne, por su muerte y su resurrección. Cristo no cede nada de lo que adquirió, sino que lo mantiene firmemente en sus manos. […]
[…] En el cuerpo de Jesucristo, Dios se unió con la humanidad, toda la humanidad fue asumida por Dios, el mundo se reconcilió con Dios. En el cuerpo de Jesucristo, Dios tomó los pecados de todo el mundo sobre sí, y los llevó. No hay un fragmento del mundo, por muy perdido, por muy impío que sea, que no haya sido acogido por Dios en Jesucristo, que no haya sido reconciliado con Dios. Quien contempla el cuerpo de Jesucristo en la fe, ya no puede hablar del mundo como si estuviera perdido, como si estuviera separado de Cristo, ya no puede separarse del mundo con soberbia clerical. El mundo pertenece a Cristo, y sólo en Cristo es lo que es. Por eso no necesita menos que a Cristo mismo. Todo se corrompería si se quisiera reservar a Jesucristo para la Iglesia. […] Cristo ha muerto por el mundo, y sólo en medio del mundo Cristo es Cristo. […]
El mundo, al igual que todo lo creado, ha sido creado por Cristo y en orden a Cristo, y tiene su consistencia exclusivamente en Cristo (Jn 1, 10; Col 1, 16). Hablar del mundo sin Cristo es pura abstracción. El mundo está en relación con Cristo, lo sepa o no lo sepa.
(«Ética»; pág. 49-50, 55-57, Editorial Trotta; o pág. 137-138, 142-144, Editorial Estela)
30.) Se debió haber insistido en intentar convertir a Hitler cuando éste ascendió al poder.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Una conversación entre Hitler y Barth me parecería en estos momentos carente por completo de probabilidades de éxito, e incluso ya completamente ilícita. Hitler se ha mostrado con toda claridad tal como es, y la iglesia debe saber con quién se las tiene que ver. Tampoco Isaías fue a Senaquerib. Ya hemos intentado suficientes veces (demasiadas) hacer llegar a oídos de Hitler de qué se trata. Puede ser que nunca lo hayamos hecho adecuadamente; entonces Barth tampoco lo va a hacer bien. Hitler no debe ni le es permitido escuchar, está empedernido y precisamente como tal nos va a obligar a oír a nosotros; así están las cosas al revés. El movimiento de Oxford fue lo suficientemente ingenuo como para intentar convertir a Hitler; un desconocimiento ridículo de la situación; nosotros tenemos que convertirnos, no Hitler.
(«Redimidos para lo humano»: Carta del 11 de sep. 1934, a Erwin Sutz, pág. 91-92, Ed. Sígueme)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Una conversación entre Hitler y Barth me parecería en estos momentos carente por completo de probabilidades de éxito, e incluso ya completamente ilícita. Hitler se ha mostrado con toda claridad tal como es, y la iglesia debe saber con quién se las tiene que ver. Tampoco Isaías fue a Senaquerib. Ya hemos intentado suficientes veces (demasiadas) hacer llegar a oídos de Hitler de qué se trata. Puede ser que nunca lo hayamos hecho adecuadamente; entonces Barth tampoco lo va a hacer bien. Hitler no debe ni le es permitido escuchar, está empedernido y precisamente como tal nos va a obligar a oír a nosotros; así están las cosas al revés. El movimiento de Oxford fue lo suficientemente ingenuo como para intentar convertir a Hitler; un desconocimiento ridículo de la situación; nosotros tenemos que convertirnos, no Hitler.
(«Redimidos para lo humano»: Carta del 11 de sep. 1934, a Erwin Sutz, pág. 91-92, Ed. Sígueme)
31.) ¿Quién podía mantenerse firme en esos tiempos difíciles de la dictadura de Hitler en Alemania?
a) El hombre sensato.
b) El hombre ético.
c) El hombre de conciencia.
d) El hombre del deber.
e) El hombre con libertad propia.
f) El hombre de una virtud individual.
g) Todas las anteriores.
h) Sólo 3 de esas anteriores.
i) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
¿Quién se mantiene firme?
La gran mascarada del mal ha trastornado todos los conceptos éticos. Para quien proviene de nuestro tradicional mundo de conceptos éticos, el hecho de que el mal aparezca bajo el aspecto de la luz, de la acción benéfica, de la necesidad histórica, de la justicia social, es sencillamente perturbador. Para el cristiano que vive de la Biblia, este hecho constituye la confirmación de la abismática maldad del mal.
Queda patente el fracaso de los hombres sensatos, quienes con las mejores intenciones del mundo y con un ingenuo desconocimiento de la realidad, creen poder componer de nuevo, con ayuda de la razón, el armazón completamente desvencijado. Con su deficiente visión, quieren hacer justicia a todos. Debido a ello son aniquilados por las fuerzas que chocan entre sí, sin haber solucionado lo más mínimo. Desengañados de la insensatez del mundo, se ven condenados a la esterilidad: se retiran con resignación o caen incondicionalmente en manos del más fuerte.
Pero aún resulta más sobrecogedor el fracaso de todo fanatismo ético. El fanático cree poder enfrentarse al poder del mal con la pureza de sus principios. Pero al igual que el toro, se lanza contra la muleta roja en lugar de hacerlo contra el torero. De esta forma se cansa y sucumbe. Se enreda en lo accesorio y cae en la trampa que le tiende el más sagaz.
El hombre de conciencia lucha en solitario contra la superioridad de unas situaciones coactivas que le exigen una decisión. Pero la envergadura de los conflictos entre los que tiene que escoger –sin el consejo ni el soporte de nadie, excepto el de su propia conciencia–, le destroza. Los innumerables disfraces, honorables y seductores, con los que se le acerca el mal, provocan el miedo y la inseguridad de su conciencia, hasta que por último se contenta con tener una conciencia tranquila en lugar de una conciencia buena, hasta que, por tanto, engaña a su propia conciencia para no desesperar. Porque el que una conciencia mala pueda ser más saludable y fuerte que una conciencia engañada, es algo que no logrará comprender jamás el hombre cuyo único apoyo es la conciencia.
El camino seguro del deber parece ser el indicado para evadirse de esa desconcertante profusión de decisiones posibles. Aquí se toma lo ordenado como lo más seguro; la responsabilidad de la orden concierne a quien ordena, no a quien ejecuta el mandato. Pero, limitándose a cumplir con el deber, no se llega nunca al riesgo de la acción realizada en nombre de la responsabilidad más personal, la única que es capaz de acertar al mal en su centro y de vencerlo. El hombre del deber tendrá finalmente que cumplir su deber incluso ante el mismo diablo.
Sin embargo, quien se dispone a mantenerse firme en el mundo con la ayuda de su propia libertad, quien da más valor al acto necesario que a la pureza de su conciencia y de su reputación, quien está dispuesto a sacrificar un principio estéril al fructífero compromiso, o incluso una estéril sabiduría de la mediocridad a un radicalismo productivo, tenga cuidado de que esta libertad no le tienda una trampa. Aceptará lo malo para evitar lo peor. Y al hacerlo, ya no será capaz de reconocer que precisamente lo peor que él quiere evitar podría ser lo mejor. Aquí se halla la materia prima de las tragedias.
Huyendo de todo debate público, hay quien alcanza el refugio de una virtud individual. Pero tiene que cerrar ojos y labios ante la injusticia que se comete a su alrededor. Sólo a costa de engañarse a sí mismo puede mantenerse limpio de toda mancha debida a una acción responsable. Todo cuanto haga no le tranquilizará jamás de todo lo que ha dejado de hacer. Esta intranquilidad le aniquilará, o bien le convertirá en el más hipócrita de los fariseos.
¿Quién se mantiene firme? Sólo aquél para quien la norma suprema no es su razón, sus principios, su conciencia, su libertad o su virtud, sino que es capaz de sacrificarlo todo, cuando se siente llamado en la fe y en la sola unión con Dios a la acción obediente y responsable; el responsable, cuya vida no desea ser sino la respuesta a la pregunta y a la llamada de Dios. ¿Dónde están estos responsables?
(«Resistencia y Sumisión»; pág. 14-15, Ediciones Sígueme; o pág. 16-18, Ediciones Ariel)
a) El hombre sensato.
b) El hombre ético.
c) El hombre de conciencia.
d) El hombre del deber.
e) El hombre con libertad propia.
f) El hombre de una virtud individual.
g) Todas las anteriores.
h) Sólo 3 de esas anteriores.
i) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
¿Quién se mantiene firme?
La gran mascarada del mal ha trastornado todos los conceptos éticos. Para quien proviene de nuestro tradicional mundo de conceptos éticos, el hecho de que el mal aparezca bajo el aspecto de la luz, de la acción benéfica, de la necesidad histórica, de la justicia social, es sencillamente perturbador. Para el cristiano que vive de la Biblia, este hecho constituye la confirmación de la abismática maldad del mal.
Queda patente el fracaso de los hombres sensatos, quienes con las mejores intenciones del mundo y con un ingenuo desconocimiento de la realidad, creen poder componer de nuevo, con ayuda de la razón, el armazón completamente desvencijado. Con su deficiente visión, quieren hacer justicia a todos. Debido a ello son aniquilados por las fuerzas que chocan entre sí, sin haber solucionado lo más mínimo. Desengañados de la insensatez del mundo, se ven condenados a la esterilidad: se retiran con resignación o caen incondicionalmente en manos del más fuerte.
Pero aún resulta más sobrecogedor el fracaso de todo fanatismo ético. El fanático cree poder enfrentarse al poder del mal con la pureza de sus principios. Pero al igual que el toro, se lanza contra la muleta roja en lugar de hacerlo contra el torero. De esta forma se cansa y sucumbe. Se enreda en lo accesorio y cae en la trampa que le tiende el más sagaz.
El hombre de conciencia lucha en solitario contra la superioridad de unas situaciones coactivas que le exigen una decisión. Pero la envergadura de los conflictos entre los que tiene que escoger –sin el consejo ni el soporte de nadie, excepto el de su propia conciencia–, le destroza. Los innumerables disfraces, honorables y seductores, con los que se le acerca el mal, provocan el miedo y la inseguridad de su conciencia, hasta que por último se contenta con tener una conciencia tranquila en lugar de una conciencia buena, hasta que, por tanto, engaña a su propia conciencia para no desesperar. Porque el que una conciencia mala pueda ser más saludable y fuerte que una conciencia engañada, es algo que no logrará comprender jamás el hombre cuyo único apoyo es la conciencia.
El camino seguro del deber parece ser el indicado para evadirse de esa desconcertante profusión de decisiones posibles. Aquí se toma lo ordenado como lo más seguro; la responsabilidad de la orden concierne a quien ordena, no a quien ejecuta el mandato. Pero, limitándose a cumplir con el deber, no se llega nunca al riesgo de la acción realizada en nombre de la responsabilidad más personal, la única que es capaz de acertar al mal en su centro y de vencerlo. El hombre del deber tendrá finalmente que cumplir su deber incluso ante el mismo diablo.
Sin embargo, quien se dispone a mantenerse firme en el mundo con la ayuda de su propia libertad, quien da más valor al acto necesario que a la pureza de su conciencia y de su reputación, quien está dispuesto a sacrificar un principio estéril al fructífero compromiso, o incluso una estéril sabiduría de la mediocridad a un radicalismo productivo, tenga cuidado de que esta libertad no le tienda una trampa. Aceptará lo malo para evitar lo peor. Y al hacerlo, ya no será capaz de reconocer que precisamente lo peor que él quiere evitar podría ser lo mejor. Aquí se halla la materia prima de las tragedias.
Huyendo de todo debate público, hay quien alcanza el refugio de una virtud individual. Pero tiene que cerrar ojos y labios ante la injusticia que se comete a su alrededor. Sólo a costa de engañarse a sí mismo puede mantenerse limpio de toda mancha debida a una acción responsable. Todo cuanto haga no le tranquilizará jamás de todo lo que ha dejado de hacer. Esta intranquilidad le aniquilará, o bien le convertirá en el más hipócrita de los fariseos.
¿Quién se mantiene firme? Sólo aquél para quien la norma suprema no es su razón, sus principios, su conciencia, su libertad o su virtud, sino que es capaz de sacrificarlo todo, cuando se siente llamado en la fe y en la sola unión con Dios a la acción obediente y responsable; el responsable, cuya vida no desea ser sino la respuesta a la pregunta y a la llamada de Dios. ¿Dónde están estos responsables?
(«Resistencia y Sumisión»; pág. 14-15, Ediciones Sígueme; o pág. 16-18, Ediciones Ariel)
32.) Dios llena el vacío dejado por la ausencia de una persona querida.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
En primer lugar: no hay nada que pueda sustituir la ausencia de una persona querida, ni siquiera hemos de intentarlo; hemos de soportar sencillamente la separación y resistir. Al principio eso parece muy duro, pero, al mismo tiempo, es un gran consuelo. Porque al quedar el vacío sin llenar nos sirve de nexo de unión. Es equivocado decir que Dios llena ese vacío; Dios no lo llena en modo alguno, sino que precisamente lo mantiene vacío, con lo cual nos ayuda a conservar –aunque sea con dolor– nuestra auténtica comunión.
(«Resistencia y Sumisión»: Carta en Nochebuena 1943, desde la prisión de Tegel; pág. 130, Ediciones Sígueme; o pág. 122, Ediciones Ariel)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
En primer lugar: no hay nada que pueda sustituir la ausencia de una persona querida, ni siquiera hemos de intentarlo; hemos de soportar sencillamente la separación y resistir. Al principio eso parece muy duro, pero, al mismo tiempo, es un gran consuelo. Porque al quedar el vacío sin llenar nos sirve de nexo de unión. Es equivocado decir que Dios llena ese vacío; Dios no lo llena en modo alguno, sino que precisamente lo mantiene vacío, con lo cual nos ayuda a conservar –aunque sea con dolor– nuestra auténtica comunión.
(«Resistencia y Sumisión»: Carta en Nochebuena 1943, desde la prisión de Tegel; pág. 130, Ediciones Sígueme; o pág. 122, Ediciones Ariel)
33.) ¿Cuál es la primera misión de la iglesia?
a) Subsistir.
b) Extenderse.
c) Luchar por Dios.
d) Llevar una vida piadosa.
e) Estar atenta a la necesidad de sus miembros.
f) Todas las anteriores.
g) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
La Iglesia es el lugar donde se da testimonio y se toma en serio el que Dios ha reconciliado el mundo consigo mismo en Jesucristo (cf. 2 Cor 5, 19), que Dios ha amado el mundo de tal manera que entregó a su hijo por él (cf. Jn 3, 16). El ámbito de la Iglesia no está ahí para disputar al mundo un fragmento de su territorio, sino para testimoniar al mundo que sigue siendo el mundo, es decir, el mundo querido y reconciliado por Dios. Por consiguiente, no es como si la Iglesia debiera o quisiera extender su ámbito por encima del ámbito del mundo, no desea más espacio del que necesita, para servir al mundo con el testimonio de Jesucristo y de su reconciliación con Dios por medio de él. La Iglesia sólo puede defender su ámbito específico porque lucha no por él, sino por la salvación del mundo. De otro modo, la Iglesia se convierte en una «sociedad religiosa» que lucha en su propia causa, pero entonces deja de ser la Iglesia de Dios y del mundo. De este modo, la primera misión de aquellos que pertenecen a la Iglesia de Dios no es ser algo por sí mismo como, por ejemplo, crear una organización religiosa o llevar una vida piadosa, sino ser testigos de Jesucristo ante el mundo.
(«Ética»; pág. 53-54, Editorial Trotta; o pág. 141, Editorial Estela)
Nuestra iglesia, que durante estos años sólo ha luchado por su propia subsistencia, como si ésta fuera una finalidad en sí misma, no es apta para erigirse ahora en portadora de la Palabra que ha de reconciliar y redimir a los hombres y al mundo. […]
(«Resistencia y Sumisión», Reflexiones de mayo 1944, prisión de Tegel; pág. 210, Ediciones Sígueme; o pág. 182, Ediciones Ariel)
Encuentro con Jesucristo: experiencia de que aquí se produce una inversión [conversión] de toda existencia humana por el hecho de que Jesús «no existe sino para los demás» [literal: Jesús solamente «existe-para-los-demás»]. ¡Este «ser para los demás» de Jesús es la experiencia de la trascendencia! Sólo de la libertad de sí mismo, del «ser para los demás» hasta la muerte, es de donde nacen la omnipotencia, la omnisciencia y la omnipresencia. La fe es la participación en este ser de Jesús (encarnación, cruz, resurrección). Nuestra relación con Dios no es una relación «religiosa» con el ser más alto, más poderoso y mejor que podamos imaginar ―lo cual no es la auténtica trascendencia―, sino que nuestra relación con Dios es una nueva vida en el «ser para los demás», en la participación en el ser de Jesús. Las tareas infinitas e inasequibles no son lo trascendente, sino el prójimo que nos es dado y que está a nuestro alcance, respectivamente. Dios bajo forma humana, no como en las religiones orientales bajo forma animal, símbolo de lo que es monstruoso, caótico, lejano, pavoroso; ni tampoco en las formas conceptuales de lo absoluto, metafísico, infinito, etc.; ni como el dios-hombre griego, que es el «hombre en sí mismo», sino «el hombre para los demás», y por ello el crucificado. El hombre que vive de la trascendencia. […]
La iglesia sólo es iglesia cuando existe para los demás [paráfrasis: La iglesia es iglesia en la medida en que exista para aquellos que no pertenecen a ella]. Para empezar, debe dar a los indigentes todo cuanto posee. […] La iglesia ha de colaborar en las tareas profanas de la vida social humana, no dominando, sino ayudando y sirviendo. Ha de manifestar a los hombres de todas las profesiones lo que es una vida con Cristo, lo que significa «ser para los demás».
(«Resistencia y Sumisión», Esbozo de un trabajo, julio-agosto 1944, prisión de Tegel; pág. 266-267, Ediciones Sígueme; o pág. 224-225, Ediciones Ariel)
a) Subsistir.
b) Extenderse.
c) Luchar por Dios.
d) Llevar una vida piadosa.
e) Estar atenta a la necesidad de sus miembros.
f) Todas las anteriores.
g) Ninguna de las anteriores.
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
La Iglesia es el lugar donde se da testimonio y se toma en serio el que Dios ha reconciliado el mundo consigo mismo en Jesucristo (cf. 2 Cor 5, 19), que Dios ha amado el mundo de tal manera que entregó a su hijo por él (cf. Jn 3, 16). El ámbito de la Iglesia no está ahí para disputar al mundo un fragmento de su territorio, sino para testimoniar al mundo que sigue siendo el mundo, es decir, el mundo querido y reconciliado por Dios. Por consiguiente, no es como si la Iglesia debiera o quisiera extender su ámbito por encima del ámbito del mundo, no desea más espacio del que necesita, para servir al mundo con el testimonio de Jesucristo y de su reconciliación con Dios por medio de él. La Iglesia sólo puede defender su ámbito específico porque lucha no por él, sino por la salvación del mundo. De otro modo, la Iglesia se convierte en una «sociedad religiosa» que lucha en su propia causa, pero entonces deja de ser la Iglesia de Dios y del mundo. De este modo, la primera misión de aquellos que pertenecen a la Iglesia de Dios no es ser algo por sí mismo como, por ejemplo, crear una organización religiosa o llevar una vida piadosa, sino ser testigos de Jesucristo ante el mundo.
(«Ética»; pág. 53-54, Editorial Trotta; o pág. 141, Editorial Estela)
Nuestra iglesia, que durante estos años sólo ha luchado por su propia subsistencia, como si ésta fuera una finalidad en sí misma, no es apta para erigirse ahora en portadora de la Palabra que ha de reconciliar y redimir a los hombres y al mundo. […]
(«Resistencia y Sumisión», Reflexiones de mayo 1944, prisión de Tegel; pág. 210, Ediciones Sígueme; o pág. 182, Ediciones Ariel)
Encuentro con Jesucristo: experiencia de que aquí se produce una inversión [conversión] de toda existencia humana por el hecho de que Jesús «no existe sino para los demás» [literal: Jesús solamente «existe-para-los-demás»]. ¡Este «ser para los demás» de Jesús es la experiencia de la trascendencia! Sólo de la libertad de sí mismo, del «ser para los demás» hasta la muerte, es de donde nacen la omnipotencia, la omnisciencia y la omnipresencia. La fe es la participación en este ser de Jesús (encarnación, cruz, resurrección). Nuestra relación con Dios no es una relación «religiosa» con el ser más alto, más poderoso y mejor que podamos imaginar ―lo cual no es la auténtica trascendencia―, sino que nuestra relación con Dios es una nueva vida en el «ser para los demás», en la participación en el ser de Jesús. Las tareas infinitas e inasequibles no son lo trascendente, sino el prójimo que nos es dado y que está a nuestro alcance, respectivamente. Dios bajo forma humana, no como en las religiones orientales bajo forma animal, símbolo de lo que es monstruoso, caótico, lejano, pavoroso; ni tampoco en las formas conceptuales de lo absoluto, metafísico, infinito, etc.; ni como el dios-hombre griego, que es el «hombre en sí mismo», sino «el hombre para los demás», y por ello el crucificado. El hombre que vive de la trascendencia. […]
La iglesia sólo es iglesia cuando existe para los demás [paráfrasis: La iglesia es iglesia en la medida en que exista para aquellos que no pertenecen a ella]. Para empezar, debe dar a los indigentes todo cuanto posee. […] La iglesia ha de colaborar en las tareas profanas de la vida social humana, no dominando, sino ayudando y sirviendo. Ha de manifestar a los hombres de todas las profesiones lo que es una vida con Cristo, lo que significa «ser para los demás».
(«Resistencia y Sumisión», Esbozo de un trabajo, julio-agosto 1944, prisión de Tegel; pág. 266-267, Ediciones Sígueme; o pág. 224-225, Ediciones Ariel)
34.) Sólo en Dios se haya una solución a las cuestiones humanas no resueltas, como la muerte, el sufrimiento y la culpa.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Los hombres religiosos hablan de Dios cuando el conocimiento humano (a veces por simple pereza mental) no da más de sí o cuando fracasan las fuerzas humanas. En realidad se trata siempre de un deus ex machina, al que ponen en movimiento bien para la aparente solución de problemas insolubles, bien como fuerza ante los fallos humanos; en definitiva, siempre sacando partido de la debilidad humana, o en las limitaciones de los hombres.
Semejante actitud sólo tiene posibilidades de perdurar, por su propia lógica, hasta el momento en que los hombres, por sus propias fuerzas, desplazan algo más allá los límites, y Dios, como deus ex machina, resulta superfluo. Por otra parte, hablar de los límites humanos se me ha convertido en algo cuestionable (la misma muerte, puesto que los hombres ya apenas la temen, y el pecado, que apenas comprenden, ¿son todavía unos verdaderos límites?). Siempre tengo la impresión de que con ello sólo tratamos de reservar medrosamente un espacio para Dios. Pero yo no quiero hablar de Dios en los límites, sino en el centro; no en las debilidades, sino en la fuerza; esto es, no a la hora de la muerte y de la culpa, sino en la vida y en lo bueno del hombre. En los límites, me parece mejor guardar silencio y dejar sin solución lo insoluble. […]
(«Resistencia y Sumisión»: Carta del 30 de abril 1944, prisión de Tegel; pág. 198-199, Ediciones Sígueme; o pág. 162, Ediciones Ariel)
[…] Veo de nuevo con toda claridad que no debemos utilizar a Dios como tapa-agujeros de nuestro conocimiento imperfecto. Porque entonces, si los límites del conocimiento van retrocediendo cada vez más –lo cual objetivamente, es inevitable–, Dios es desplazado continuamente junto con ellos y por consiguiente se halla en una constante retirada. Hemos de hallar a Dios en las cosas que conocemos, y no en las que ignoramos. Dios quiere ser comprendido por nosotros en las cuestiones resueltas, y no en las que aún están por resolver. Esto es válido para la relación entre Dios y el conocimiento científico.
Pero lo es asimismo para las cuestiones humanas de carácter general como la muerte, el sufrimiento y la culpa. Hoy hemos llegado a un punto en que, también para estas cuestiones, existen respuestas humanas que pueden prescindir por completo de Dios. En realidad –y así ha sido en todas las épocas–, el hombre llega a resolver estas cuestiones incluso sin Dios, y es pura falsedad que solamente el cristianismo ofrezca una solución para ellas. Por lo que al concepto de «solución» se refiere, las respuestas cristianas son tan concluyentes (o tan poco concluyentes) como las demás soluciones posibles.
Tampoco en esto es Dios un tapa-agujeros. Dios ha de ser reconocido en medio de nuestra vida, y no sólo en los límites de nuestras posibilidades. Dios quiere ser reconocido en la vida y no sólo en la muerte, en la salud y la fuerza y no sólo en el sufrimiento, en la acción y no sólo en el pecado. La razón de ello se halla en la revelación de Dios en Jesucristo. Él es el centro de nuestra vida, y no ha «venido» en modo alguno para resolvernos cuestiones sin solución. A partir del centro de la vida, determinadas cuestiones desaparecen, e igualmente las respuestas a tales cuestiones.
(«Resistencia y Sumisión»: Carta del 29 de mayo 1944, prisión de Tegel; pág. 218, Ediciones Sígueme; o pág. 185-186, Ediciones Ariel)
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
Los hombres religiosos hablan de Dios cuando el conocimiento humano (a veces por simple pereza mental) no da más de sí o cuando fracasan las fuerzas humanas. En realidad se trata siempre de un deus ex machina, al que ponen en movimiento bien para la aparente solución de problemas insolubles, bien como fuerza ante los fallos humanos; en definitiva, siempre sacando partido de la debilidad humana, o en las limitaciones de los hombres.
Semejante actitud sólo tiene posibilidades de perdurar, por su propia lógica, hasta el momento en que los hombres, por sus propias fuerzas, desplazan algo más allá los límites, y Dios, como deus ex machina, resulta superfluo. Por otra parte, hablar de los límites humanos se me ha convertido en algo cuestionable (la misma muerte, puesto que los hombres ya apenas la temen, y el pecado, que apenas comprenden, ¿son todavía unos verdaderos límites?). Siempre tengo la impresión de que con ello sólo tratamos de reservar medrosamente un espacio para Dios. Pero yo no quiero hablar de Dios en los límites, sino en el centro; no en las debilidades, sino en la fuerza; esto es, no a la hora de la muerte y de la culpa, sino en la vida y en lo bueno del hombre. En los límites, me parece mejor guardar silencio y dejar sin solución lo insoluble. […]
(«Resistencia y Sumisión»: Carta del 30 de abril 1944, prisión de Tegel; pág. 198-199, Ediciones Sígueme; o pág. 162, Ediciones Ariel)
[…] Veo de nuevo con toda claridad que no debemos utilizar a Dios como tapa-agujeros de nuestro conocimiento imperfecto. Porque entonces, si los límites del conocimiento van retrocediendo cada vez más –lo cual objetivamente, es inevitable–, Dios es desplazado continuamente junto con ellos y por consiguiente se halla en una constante retirada. Hemos de hallar a Dios en las cosas que conocemos, y no en las que ignoramos. Dios quiere ser comprendido por nosotros en las cuestiones resueltas, y no en las que aún están por resolver. Esto es válido para la relación entre Dios y el conocimiento científico.
Pero lo es asimismo para las cuestiones humanas de carácter general como la muerte, el sufrimiento y la culpa. Hoy hemos llegado a un punto en que, también para estas cuestiones, existen respuestas humanas que pueden prescindir por completo de Dios. En realidad –y así ha sido en todas las épocas–, el hombre llega a resolver estas cuestiones incluso sin Dios, y es pura falsedad que solamente el cristianismo ofrezca una solución para ellas. Por lo que al concepto de «solución» se refiere, las respuestas cristianas son tan concluyentes (o tan poco concluyentes) como las demás soluciones posibles.
Tampoco en esto es Dios un tapa-agujeros. Dios ha de ser reconocido en medio de nuestra vida, y no sólo en los límites de nuestras posibilidades. Dios quiere ser reconocido en la vida y no sólo en la muerte, en la salud y la fuerza y no sólo en el sufrimiento, en la acción y no sólo en el pecado. La razón de ello se halla en la revelación de Dios en Jesucristo. Él es el centro de nuestra vida, y no ha «venido» en modo alguno para resolvernos cuestiones sin solución. A partir del centro de la vida, determinadas cuestiones desaparecen, e igualmente las respuestas a tales cuestiones.
(«Resistencia y Sumisión»: Carta del 29 de mayo 1944, prisión de Tegel; pág. 218, Ediciones Sígueme; o pág. 185-186, Ediciones Ariel)
35.) La omnipotencia de Dios es la que nos ayuda en el mundo.
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
En el aspecto histórico se trata de una gran evolución que encamina el mundo hacia su autonomía. En teología, ante todo Herbert de Cherburgo, que afirma la suficiencia de la razón para el conocimiento religioso. En el dominio de la moral, Montaigne y Bodin, que en lugar de los mandamientos establecen una reglas de vida. En política, Maquiavelo, que independiza la política de la moral general y funda la doctrina de la razón de Estado. Más tarde H. Grotius, muy distinto a Maquiavelo por el contenido, pero coincidiendo con él por lo que se refiere a la autonomía de la sociedad humana, quien erige su derecho natural como un derecho de gentes, válido etsi deus non daretur, «incluso si Dios no existiera». Por último, la filosofía aporta la conclusión: por un lado, el deísmo de Descartes: el mundo es un mecanismo que funciona por sí solo, sin la intervención de Dios; por otro, el panteísmo de Spinoza: Dios es la naturaleza. Kant, en el fondo, es deísta, mientras que Fichte y Hegel son panteístas. En todos ellos, la autonomía del hombre y del mundo constituye la meta del pensamiento. […]
Dios, como hipótesis de trabajo, ha sido eliminado y superado en moral, en política y en ciencia; pero también en filosofía y religión (¡Feuerbach!). Es pura honradez intelectual abandonar esta hipótesis de trabajo, es decir, descartarla hasta donde ello sea posible. […]
¿Dónde queda, pues, un sitio para Dios?, se preguntan ciertas almas acongojadas, y como no dan con ninguna respuesta, condenan toda evolución que les ha acarreado semejante calamidad. Ya te escribí sobre las distintas salidas de emergencia, que conducen fuera de este espacio que tanto se ha angostado. Cabría añadir aún el salto mortal para volver a la edad media. Pero el principio de la edad media es la heteronomía en forma de clericalismo. El retorno a este sistema sólo puede ser un acto de desesperación, que únicamente puede lograrse a costa de sacrificar la honestidad intelectual. […]
Y nosotros no podemos ser honestos sin reconocer que hemos de vivir en el mundo etsi deus non daretur. Y esto es precisamente lo que reconocemos… ¡ante Dios!; es el mismo Dios quien nos obliga a dicho reconocimiento. Así nuestro acceso a la mayoría de edad nos lleva a un veraz reconocimiento de nuestra situación ante Dios. Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios. ¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Mc 15, 34)! [«Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?»] El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, es el Dios ante el cual nos hallamos constantemente. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda. Mt 8, 17 [«Para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: El mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias»] indica claramente que Cristo no nos ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y por sus sufrimientos.
Esta es la diferencia decisiva con respecto a todas las demás religiones. La religiosidad humana remite al hombre, en su necesidad, al poder de Dios en el mundo: así Dios es el deus ex machina. Pero la Biblia lo remite a la debilidad y al sufrimiento de Dios; sólo el Dios sufriente puede ayudarnos. En este sentido podemos decir que la evolución hacia la edad adulta del mundo, de la que antes hemos hablado, al dar fin a toda falsa imagen de Dios, libera la mirada del hombre hacia el Dios de la Biblia, el cual adquiere poder y sitio en el mundo gracias a su impotencia. […]
[…] «Los cristianos están con Dios en su pasión». Esto es lo que distingue a los cristianos de los paganos. «¿No habéis podido velar conmigo una hora?», pregunta Jesús en Getsemaní. Esto es la inversión de todo lo que el hombre religioso espera de Dios. El hombre está llamado a sufrir con Dios el sufrimiento que el mundo sin Dios inflige a Dios.
Debe vivir, pues, realmente, en el mundo sin Dios, y no le es lícito intentar escamotear, transfigurar religiosamente su carencia de Dios; debe vivir «mundanamente» y así precisamente es como participa en el sufrimiento de Dios; le está permitido vivir «mundanamente», es decir, está liberado de todas las falsas vinculaciones e inhibiciones religiosas. Ser cristiano no significa ser religioso de una cierta manera, convertirse en una clase determinada de hombre por un método determinado […], sino que significa ser hombre; Cristo no crea en nosotros un tipo de hombre, sino al hombre. No es el acto religioso el que hace al cristiano, sino su participación en el sufrimiento de Dios en la vida del mundo.
Esta es la «μετάνοια» [metanoia]: no comenzar pensando en las propias miserias, problemas, pecados y angustias, sino dejarse arrastrar al camino de Jesucristo, al acontecimiento mesiánico, para que así se cumpla Is 53. […]
[…] Jesús no llama a una nueva religión, sino a la vida.
(«Resistencia y Sumisión»: Carta del 16 de julio 1944, prisión de Tegel; pág. 252-253, Ediciones Sígueme; o pág. 208-213, Ediciones Ariel)
Un texto sobre Bonhoeffer en relación a este tema:
Aún hoy día la frase que más se asocia con Bonhoeffer es «cristianismo sin religión». Viene del reconocimiento de Bonhoeffer de que la religión había estado revoloteando sin dignidad desde una parte de la vida a la otra en un círculo cada vez más pequeño. En un tiempo la teología era la reina de las ciencias, la iglesia dominaba a la sociedad y todos los hombres estaban sujetos a las correcciones de la religión. Desde la época del Renacimiento el hombre más y más se ha enseñoreado de su mundo y ha actuado sin la necesidad de la idea de Dios. La ciencia se ha desarrollado con éxito deslumbrante sin la inclusión de Dios en sus fórmulas. La reacción de la iglesia ha sido la de un ejército librando batalla en la retaguardia. Se ha retirado poco a poco a medida que Dios ha sido paulatinamente expulsado del mundo, hasta que se halló defendiendo un estrecho trozo de territorio conocido como «las preguntas finales». Bonhoeffer vio que aun este pedazo de territorio se estaba encogiendo, y que la iglesia debía encarar el hecho de que no hay preguntas finales que un día no se traten sin religión. Alzó la voz para poner fin a esta carrera indigna, y reclamó el todo de la vida para el hombre y por consiguiente para Cristo. Esto no equivale a la extensión del reino de la iglesia; eso sería devolver al hombre al tutelaje, a la adolescencia eterna. Más bien significa el reconocimiento de que el cristianismo no tiene interés especial en la religión sino en la totalidad de la vida humana. ¡Cristo llama a los hombres no a que sean religiosos, sino a que sean hombres!
(«Dietrich Bonhoeffer / Introducción a su Pensamiento Teológico», E.H. Robertson, pág. 86-87, Editorial Mundo Hispano)
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Blog alternativo: "Despiértate, tú que duermes: Últimos tiempos"
a) Verdadero
b) Falso
A continuación un texto de Dietrich Bonhoeffer:
En el aspecto histórico se trata de una gran evolución que encamina el mundo hacia su autonomía. En teología, ante todo Herbert de Cherburgo, que afirma la suficiencia de la razón para el conocimiento religioso. En el dominio de la moral, Montaigne y Bodin, que en lugar de los mandamientos establecen una reglas de vida. En política, Maquiavelo, que independiza la política de la moral general y funda la doctrina de la razón de Estado. Más tarde H. Grotius, muy distinto a Maquiavelo por el contenido, pero coincidiendo con él por lo que se refiere a la autonomía de la sociedad humana, quien erige su derecho natural como un derecho de gentes, válido etsi deus non daretur, «incluso si Dios no existiera». Por último, la filosofía aporta la conclusión: por un lado, el deísmo de Descartes: el mundo es un mecanismo que funciona por sí solo, sin la intervención de Dios; por otro, el panteísmo de Spinoza: Dios es la naturaleza. Kant, en el fondo, es deísta, mientras que Fichte y Hegel son panteístas. En todos ellos, la autonomía del hombre y del mundo constituye la meta del pensamiento. […]
Dios, como hipótesis de trabajo, ha sido eliminado y superado en moral, en política y en ciencia; pero también en filosofía y religión (¡Feuerbach!). Es pura honradez intelectual abandonar esta hipótesis de trabajo, es decir, descartarla hasta donde ello sea posible. […]
¿Dónde queda, pues, un sitio para Dios?, se preguntan ciertas almas acongojadas, y como no dan con ninguna respuesta, condenan toda evolución que les ha acarreado semejante calamidad. Ya te escribí sobre las distintas salidas de emergencia, que conducen fuera de este espacio que tanto se ha angostado. Cabría añadir aún el salto mortal para volver a la edad media. Pero el principio de la edad media es la heteronomía en forma de clericalismo. El retorno a este sistema sólo puede ser un acto de desesperación, que únicamente puede lograrse a costa de sacrificar la honestidad intelectual. […]
Y nosotros no podemos ser honestos sin reconocer que hemos de vivir en el mundo etsi deus non daretur. Y esto es precisamente lo que reconocemos… ¡ante Dios!; es el mismo Dios quien nos obliga a dicho reconocimiento. Así nuestro acceso a la mayoría de edad nos lleva a un veraz reconocimiento de nuestra situación ante Dios. Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios. ¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Mc 15, 34)! [«Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?»] El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, es el Dios ante el cual nos hallamos constantemente. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda. Mt 8, 17 [«Para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: El mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias»] indica claramente que Cristo no nos ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y por sus sufrimientos.
Esta es la diferencia decisiva con respecto a todas las demás religiones. La religiosidad humana remite al hombre, en su necesidad, al poder de Dios en el mundo: así Dios es el deus ex machina. Pero la Biblia lo remite a la debilidad y al sufrimiento de Dios; sólo el Dios sufriente puede ayudarnos. En este sentido podemos decir que la evolución hacia la edad adulta del mundo, de la que antes hemos hablado, al dar fin a toda falsa imagen de Dios, libera la mirada del hombre hacia el Dios de la Biblia, el cual adquiere poder y sitio en el mundo gracias a su impotencia. […]
[…] «Los cristianos están con Dios en su pasión». Esto es lo que distingue a los cristianos de los paganos. «¿No habéis podido velar conmigo una hora?», pregunta Jesús en Getsemaní. Esto es la inversión de todo lo que el hombre religioso espera de Dios. El hombre está llamado a sufrir con Dios el sufrimiento que el mundo sin Dios inflige a Dios.
Debe vivir, pues, realmente, en el mundo sin Dios, y no le es lícito intentar escamotear, transfigurar religiosamente su carencia de Dios; debe vivir «mundanamente» y así precisamente es como participa en el sufrimiento de Dios; le está permitido vivir «mundanamente», es decir, está liberado de todas las falsas vinculaciones e inhibiciones religiosas. Ser cristiano no significa ser religioso de una cierta manera, convertirse en una clase determinada de hombre por un método determinado […], sino que significa ser hombre; Cristo no crea en nosotros un tipo de hombre, sino al hombre. No es el acto religioso el que hace al cristiano, sino su participación en el sufrimiento de Dios en la vida del mundo.
Esta es la «μετάνοια» [metanoia]: no comenzar pensando en las propias miserias, problemas, pecados y angustias, sino dejarse arrastrar al camino de Jesucristo, al acontecimiento mesiánico, para que así se cumpla Is 53. […]
[…] Jesús no llama a una nueva religión, sino a la vida.
(«Resistencia y Sumisión»: Carta del 16 de julio 1944, prisión de Tegel; pág. 252-253, Ediciones Sígueme; o pág. 208-213, Ediciones Ariel)
Un texto sobre Bonhoeffer en relación a este tema:
Aún hoy día la frase que más se asocia con Bonhoeffer es «cristianismo sin religión». Viene del reconocimiento de Bonhoeffer de que la religión había estado revoloteando sin dignidad desde una parte de la vida a la otra en un círculo cada vez más pequeño. En un tiempo la teología era la reina de las ciencias, la iglesia dominaba a la sociedad y todos los hombres estaban sujetos a las correcciones de la religión. Desde la época del Renacimiento el hombre más y más se ha enseñoreado de su mundo y ha actuado sin la necesidad de la idea de Dios. La ciencia se ha desarrollado con éxito deslumbrante sin la inclusión de Dios en sus fórmulas. La reacción de la iglesia ha sido la de un ejército librando batalla en la retaguardia. Se ha retirado poco a poco a medida que Dios ha sido paulatinamente expulsado del mundo, hasta que se halló defendiendo un estrecho trozo de territorio conocido como «las preguntas finales». Bonhoeffer vio que aun este pedazo de territorio se estaba encogiendo, y que la iglesia debía encarar el hecho de que no hay preguntas finales que un día no se traten sin religión. Alzó la voz para poner fin a esta carrera indigna, y reclamó el todo de la vida para el hombre y por consiguiente para Cristo. Esto no equivale a la extensión del reino de la iglesia; eso sería devolver al hombre al tutelaje, a la adolescencia eterna. Más bien significa el reconocimiento de que el cristianismo no tiene interés especial en la religión sino en la totalidad de la vida humana. ¡Cristo llama a los hombres no a que sean religiosos, sino a que sean hombres!
(«Dietrich Bonhoeffer / Introducción a su Pensamiento Teológico», E.H. Robertson, pág. 86-87, Editorial Mundo Hispano)
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¡Cuidate!
¡Dios te bendiga, el Señor viene pronto!
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